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EL ABRAZO PENDIENTE A MANUEL RUBIALES

Se acabó la risa, se acabó

26 de Agosto | 13:38
Se acabó la risa, se acabó
Pensé en hacerlo días después de lo sucedido, cuando las lágrimas eran incontenibles, aunque mantuviera la mente dispersa; y me percaté de lo que significa ese desgarro cuando se te va un íntimo amigo, un ser al que bien podías considerar como un padre, hermano, primo, o simplemente otro loco como tú. Ese mortal desgarro que se siente por una súbita partida que no esperabas, que te sorprende, que eres incapaz de asimilar por mucho que lo mires desde distintos ángulos. No tiene explicación. Mi amigo Manolo, a quien esta columna va dirigida, estaba loco, era un ido especial, era esa presencia que se apreciaba aunque callara; ese personaje que en toda reunión es palpable tanto su ausencia como su presencia. Las lágrimas al enterarme de la noticia impidieron que me pusiera a escribir unas líneas por él, porque estaba helado, rígido, sin creer lo sucedido. No quise hacer públicos mis sentimientos para no caer en ese sentimentalismo fanfarrón que solo es declarado abiertamente por conocidos o los más allegados. El luto no lo expuse, sino que lo contuve. El dolor no lo expresé para que otros me dieran sus condolencias, sino que lo acallé para sufrir yo solo. Mi amistad con Manuel Rubiales merecía un tiempo de reflexión y meditación, o lo que es igual, asimilación; un esfuerzo por dominar los nervios y regirme por la razón y no tanto por la locuacidad visceral. Y no ha sido sencillo tomar esta postura, creo que por supervivencia, tras haber visto los aislados homenajes que le han rendido grupos de FATEX –donde formaba parte su compañía Susurro Teatro-, así como el homenaje en la celebración de las Noches de Regina. Habiendo atrincherado la pena y la melancolía que me invaden cada vez que lo evoco, me dedico a escribirle, cosa que sé que le encantaría y que por ello me dará ese abrazo que se ha quedado helado en el aire, para siempre. Qué mejor manera de pronunciarme si lo último que supe de él fue que se había atrevido a ponerse a escribir unas obras de teatro y que estaba disfrutando de lo lindo manejando a los personajes y dándoles vida. Me había pedido, con ese insólito entusiasmo a pesar de estar viviendo sus últimos meses, que fuese yo quien le supervisara los textos, que para él sería un honor. Y qué inconmensurable dicha para mí, pues el honor hubiese sido mío… Manolo, ahora no puedes entregármelos, se ha quedado helada esta conversación para siempre, congelada en mi recuerdo. Pero Manolo, ¿cómo pretendías, cabeza loca, que ayudara a un individuo que para mí era un hombre de teatro, que llevaba años dentro de él, que lo mismo te interpretaba un personaje en medio de un bar que en la chácena después de un bolo? ¿Cómo compartir ese regalo si para mí no fuiste el director de una comedia que escribí y que me permitió conocerte, sino que consististe en un padre auténtico, si tu marcha sin aviso me ha dejado con una sensación como de huérfano? Sí, Manolo, no te perdono que me hayas dejado huérfano, con una extraña soledad que me rodea en esos instantes en los que tiendo a llamarte para comentarte las últimas novedades del teatro, o el nuevo proyecto en que voy a meterme, o la nueva historia que iba a comenzar a escribir. No puedo describir la mayor prueba de amor que se me presentaba ante los ojos. Porque lo que Carmen y tú teníais, lo que os mantenía ligados, era amor, con ese necesario componente aún latente que es la amistad –los juegos, las bromas, las risas, la diversión, las locuras-. Me demostrasteis la franqueza de vuestras miradas cómplices, la mueca que expresaba más que una frase, la sonrisa… Carmen y tú suscitabais en quienes os veíamos juntos las ganas de vivir… aunque esto, ahora, parezca una ironía. ¡Ganas de vivir!, hubieras exclamado, aun ahora, ganas de vivir. Esto era lo que te hacía tan buen director, y profesional. Insuflabas las ganas de vivir en tu elenco, que se estimulaba para encarnarse lo máximo posible en su correspondiente personaje. Me regalaste instantes únicos en esa comedia que llevamos por los pueblos de Extremadura durante dos años, con la lozanía, frescura y agilidad que tu dirección logró. Incluso en la distancia, sigo respirando tus ganas de vivir, Manolo, las ganas de vivir en el teatro, de hacer teatro, de escribir teatro, y de apoyar el teatro, qué mejor homenaje para recordarte que ese, si fue el teatro lo que nos unió. Por las noches paseo y contemplo el firmamento con un inusitado impulso de pretender contemplar tu rostro, como intuyendo que entre las nubes te encuentras mirándome, y alzo la vista, y la esperanza se convierte en zozobra… ¡Manolo, no te veo, no me refleja la Luna de plata tu expresión eterna, con esa mueca burlesca y sardónica! ¡No me devuelven las nubes que se abrazan en la noche, como humo de cigarro, esos abrazos fuertes que nos dábamos orgullosos de la ovación del público! ¡No, Manolo, qué injusta es la noche, y qué malvada la Luna y qué egoísta el firmamento! Y en la brisa que me acompaña aún escucho tu risa, esa carcajada que escupías echando la cabeza atrás y que dejabas escapar al cielo, sobrevolándonos, hasta perderse quién sabe en qué lugar. En esos paseos me sigue llegando a mis oídos, con la misma intensidad, con la misma jovialidad, tu risa, tu risa única. De esta misma manera, puedo seguir oliendo tu colonia, y seguir sintiendo la calidez de tu mano con que apretabas la mía en esos efusivos saludos que parecían no tener fin. Como tampoco lo tenían los abrazos para exclamar: “¡El cabronazo de Miguel, mi artista grande!”

Todo comenzó cuando me instalé por tres días en Plasencia, ya que FATEX otorgaba en este lugar los premios a los ganadores del certamen de obras teatrales que se convoca anualmente. Estamos hablando del año 2015, y me habían concedido el premio de Autor Extremeño por mi obra “Esa Noche”. Y ese fue el escenario en el que participamos. Yo, con una bufanda y arrecido. Él, con una boina o gorra y un abrigo cerradísimo, con las manos en los bolsillos, y encogido. De esa guisa conocí a mi amigo Rubiales, concretamente la tarde del 27 de noviembre en que disfrutábamos del recorrido teatral que distintas compañías integrantes de FATEX nos ofrecían representando breves escenas en distintos entornos de Plasencia. Antes de toparme con él, Carmen se me dirigió para charlar conmigo, y sin conocernos de nada, me pidió que les escribiera una comedia, que llevaban representadas varias adaptaciones de obras conocidas, y que tenían muchas ganas de un texto inédito, y qué mejor que de un autor joven para apoyarle. Sin aceptar ni negarme, coincidí de nuevo con ella en una de las escenas del recorrido teatral, y con el mismo entusiasmo con que nos presentamos, se dirigió a un individuo que deambulaba por el concurrido grupo de personas, con una boina o gorra, con las manos introducidas en los bolsillos del abrigo, y temblándole el mentón a causa del frío que nos tenía ateridos. Le dijo con alborozo: “Manu, es uno de los premiados de este año, tiene 18 años, y nos va a escribir una comedia”. Entonces él abrió los ojos completamente, se me quedó mirando fijamente y me abrazó fuerte diciéndome: “Ya te he cogido cariño, coño”. Yo no fui capaz, ni en esas circunstancias, de confirmarlo, me invadía la duda. No sabía dónde me estaba metiendo. La cosa quedó en el aire, como su carcajada, y a mi regreso a Badajoz, recordé el momento en que me encargaron la comedia, y después de mucho cavilar decidí escribir una historia cuyo argumento desconocía. Pasaron las semanas, ellos esperando sin insistirme, y se me ocurrió algo para escribir. Después de muchos garabatos, papeles rotos, paseos por Badajoz, pensar, leer, y armarme de valor, salió la comedia. Y una vez aceptable, le pregunté a Carmen por el email del grupo, Susurro Teatro. La ilusión de los componentes fue en aumento por haberme decidido finalmente a escribirles, y yo aún no era consciente de la gente a la que iba a conocer. A los pocos días de enviarles la comedia, que en general gustó y se atrevieron a montarla, recibí un correo de Manolo, no solo agradeciéndome la confianza para con ellos, sino con el montaje de personajes realizado. Frecuentemente me llamó, y nuestras conversaciones superaban la media hora. Ambos, sin darnos cuenta, soñábamos, y estábamos trabajando como niños. Quizás eso fue lo mágico de ese trabajo, que todos nos comportamos como niños jugando, riendo, soñando y haciendo teatro. A Manolo no solo le estaré eternamente agradecido por haber confiado en mí, incluso haberse atrevido con una historia arriesgada, según él y la mayoría, sino que le debo el haber conseguido que confíe en mí mismo, en comprender y mostrar mi sentido de humor particular, en conocerme más a fondo, y en querer saber de mí más allá de las ocasiones teatrales en que pudiésemos coincidir. A Manolo le debo todo como un buen padre teatral que fue y seguirá siendo, a pesar de no poder llamarle nunca más, a pesar de no vernos las caras, ni de abrazarnos, ni de ver escapársele la risotada… nada. Se ha ido Manolo, y ello no se lo perdono a la vida; es una injusticia, una tragedia con la que combatiré para el resto de mis días.

Manolo, joder, esta broma no tiene gracia. ¿Tú sabes cómo has dejado a tus amigos del teatro, a FATEX, a tu grupo de Susurro Teatro, a mi familia, a Carmen y a mí? ¿Quieres comprender que al cerrar los ojos por la noche me viene tu imagen y los recuerdos, y que las lágrimas pueden brotar como prueba de mi desesperación? Joder, Manolo, deberías haber sabido que en este mundo a ciertas personas no les está permitido irse. Y tú no has hecho caso. Ya te vale, Manolo, amigo de mi alma, que ni siquiera me has enseñado esas obritas teatrales. ¿Sabes qué te digo? Que aunque no sirva para nada, como lo que mayoritariamente solemos hacer los artistas, un día, no sé cuándo, me pondré con ese proyecto que teníamos apalabrado. ¿Recuerdas? En el muelle del Teatro López de Ayala, cuando representasteis “Purísimo Teatro” a mis paisanos, me dijiste, con ese brillo en los ojos demostrando tu locura y tus ganas de jugar como niño, que escribiera una segunda parte, que al público le encantaba la historia, que tenía éxito, y que la gente tenía que saber quiénes eran de verdad los personajes desde otro punto de vista. Ese fue nuestro último juego, Manolo, y sin percatarnos. Y como promesa a un amigo, aunque se muera en el olvido, te escribiré la historia, y reiremos juntos mientras te la leo.

No somos ningún coro de plañideras; somos gente rota, destrozada, con dificultad para afrontar lo que nos viene encima. Por eso, como me estarás viendo llorar otra vez, como estarás viendo mi cabeza mirando al cielo con la esperanza de ver tu rostro dibujado a través del rizo de las nubes, o añorando el último abrazo que hubiese deseado me dieras, quiero dedicarte unas palabras que ya se escribieron en otras circunstancias pero con los mismos sentimientos. No puede ser otra cosa que la “Elegía a Ramón Sijé”, de Miguel Hernández, cuando se vio obligado a aferrarse a la pluma para combatir el dolor de su interior. Lo que suscita esta creación lo leeré para siempre como único símbolo de tu abrazo cálido y como única manera de escucharte decir: “¡Mi cabronazo, mi gran artista… Miguel!”. 

Yo quiero ser llorando el hortelano

de la tierra que ocupas y estercolas,

compañero del alma, tan temprano.

 

Alimentando lluvias, caracolas

y órganos mi dolor sin instrumento,

a las desalentadas amapolas

 

Daré tu corazón por alimento.

Tanto dolor se agrupa en mi costado,

que por doler me duele hasta el aliento.

 

Un manotazo duro, un golpe helado,

un hachazo invisible y homicida,

un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,

lloro mi desventura y sus conjuntos

y siento más tu muerte que mi vida.

 

Temprano levantó la muerte el vuelo,

temprano madrugó la madrugada,

temprano estás rodando por el suelo.

 

No perdono a la muerte enamorada,

no perdono a la vida desatenta,

no perdono a la tierra ni a la nada.

 

En mis manos levanto una tormenta

de piedras, rayos y hachas estridentes

sedienta de catástrofes y hambrienta.

 

Quiero escarbar la tierra con los dientes.

Quiero apartar la tierra parte a parte

a dentelladas secas y calientes.

 

Quiero minar la tierra hasta encontrarte

y besarte la noble calavera

y desamordazarte y regresarte.

 

Tu corazón, ya terciopelo ajado,

llama a un campo de almendras espumosas

mi avariciosa voz de enamorado.

 

A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero,

que tenemos que hablar de muchas cosas,

compañero del alma, compañero.

Que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero, y te seguiré llorando entre alegre y melancólico, lo primero porque tu recuerdo no merece tristeza, y lo segundo porque son los recuerdos quienes enturbian la pretendida alegría por no poder verte jamás subir a un escenario y darme la mano para acompañarte en la ovación del público. Nunca sentiré ese calor contigo, nunca, solo estará en los álbumes y en la memoria. Solo nos salvará la memoria… mientras esta perdure. Lee esto cada noche al acostarte, y échanos una mano a quienes nos dejas abajo, y que tanto miramos hacia arriba. 

Adiós, amigo Manolo, te quiere tu chaval loco; te añora tu íntimo compañero. Adiós Manolo. Tu marcha solo puede significar una cosa: que se acabó la risa, se acabó.
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