Mmmmhhhh. ¡Qué bien huele! El aroma a lavanda de sus suaves ropajes aterciopelados me embriaga hasta erizar el bello de cada centímetro de mi piel. Las contemplo fijamente, como si esta fuese mi última visión celestial al hacerme presa una ceguera total durante el siguiente fulminante parpadeo final. Sus cabellos, largos o cortos, son morenos, pelirrojos, rubios o azabache.
Algunas caminan. Otras parecen flotar en el aire, levitando, como si la fuerza de la gravedad no afectara a sus livianos cuerpos. Literalmente, las hay que nadan por el aire. Me susurran al oído. Me mecen entre sus brazos.
Han vuelto. Están por aquí otra vez. Me tienen cautivo en sus redes.
Me preguntaba en donde se esconden, porque senderos caminan, si vuelan por entre los cúmulos de nubes, si bucean en los charcos de agua.
Me respondía a mi mismo que ya no estaban, que habían caído en algún profundo pozo de petróleo, que me habían abandonado, pereciendo ellas y debilitándome los huesos, los músculos, los instantes.
Regresan. Regresan las musas y me rodean. Me acarician, y yo las imagino de cabellos largos, envueltas en finas sabanas blancas, suaves como la seda. Translucidas, ellas levitan por esta estancia que ya no es estancia, pues no puedo verla al no estar aquí.
Viajo tomándoles las manos. Cada yema de cada dedo las reconoce y las implora. Las necesito tanto como ellas me necesitan. Son mis sentimientos, mis alegrías y tristezas, mis lágrimas, mis pisadas, sin miramientos. Os ruego que no me dejéis de nuevo. Os deseo tanto que no puedo vivir sin vosotras.
Musas ¿Quiénes sois y donde habéis estado? Os he buscado sin cesar por tierra, aire y mar. Por mi lar. Dentro y fuera de mí. No me dejéis de nuevo. Ahora que os daba por pérdidas, volvéis a mí, como salidas de la nada, evocadoras de fantasías y placeres. Incorpóreas, efervescentes y furtivas.
Han vuelto. Están por aquí otra vez. Las tengo cautivas en mis redes. Son ellas. Son las musas. Mis musas.
Detalles. No sé si fue paulatinamente o de repente, pero vuelvo a ser él que era, levantando la cabeza un solo segundo del libro para fijarme hondamente en los detalles.
El conductor del autobús baila al compás del muelle que se haya oculto bajo su asiento.
Cada bache de la A6 se reproduce en un bote, dos votes, conductor el que no vote. Bajo la cabeza a la lectura y pienso en ese crucifijo, suspendido entre las fotos de sus dos hijos, que cuelga de un pequeño gancho-ventosa de la amplia luna delantera, inclinándose hacia la derecha o izquierda según el sentido inverso de las curvas: inercia.
El conductor debe de ser cristiano, aunque no vaya a misa, aunque no lea la Biblia ni tenga ni un ápice de fervor religioso. Los críos de las fotos también serán cristianos, y los descendientes que tendrán éstos también lo serán. Digo posiblemente porque, por fortuna bien hallada, las traiciones suelen morir tarde o temprano: inculcación, vuelta al pasado remoto, aventar las fantasías más arcaicas de nuestros antepasados evolutivos para cubrir nuestros miedos basados en el desconocimiento. Respecto a estos asuntos tan antiguos y sobrepasados por la ciencia: ¿Cuándo dejamos de ser tan creativos como lo eran las especies que nos dieron a luz? Si Cristo sacara la cabeza de la tierra, pobrecito, tan padre de familia y trabajador como debió de ser, aporreado, vapuleado, y viese en lo que la loca turba moderna lo ha convertido, un sanguinolento mártir espinoso empotrado con clavos a un cruz febril de carcomas, volvería a hundir el cráneo con un espasmódico latigazo del cuello para volver a desaparecer, si es que lo permitiesen. Personalmente, cuando veo un crucifijo, tan solo veo violencia.
¡Basta! Continúo leyendo durante una decena de kilómetros. Entonces, tuerzo el gesto y lo veo. Está sentado en el primer asiento, justo detrás del conductor cristiano: un ciego.
Su bastón, de un blanco inmaculado, puño y tocón negros, queda apoyado en el cristal lateral izquierdo. El cilindro, de abajo a arriba o viceversa, parece atravesar, según mi punto de vista, la típica pegatina rectangular que indica “Asientos reservados para personas minusválidas”. Estampados están, de izquierda a derecha, los cuatro dibujos más comunes utilizados para representar a personas con limitaciones.
El ciego duerme en la oscuridad, pero en esa oscuridad, la onírica, ve más que si estuviese despierto y con los ojos abiertos: ¿Cómo serán los sueños de un ciego? ¿Solo auditivos, como una radio? Si nunca ha contemplado colores, caras, estructuras o paisajes, así debiere ser. ¿Se puede soñar con los olores o sensaciones táctiles?
La señora de delante, envejecida y con el pelo tan revuelto como los huevos suelen acompañar al jamón, no ha parado de toser desde el inicio del trayecto San Lorenzo – Madrid. Parece tan mayor, con su vestido fino y suave de coloridos estampados, que solo se me vienen dos palabras a la cabeza: urna y formol.
Alcanzando Moncloa por la rampa descendiente de llegada, el conductor saluda a bocinazos a algunos de sus compañeros con los que se cruza y el ciego se despierta por el estruendo. Su ojo izquierda va cerrado. El derecho parece abrasado, deformado, como si fuese un pueblo sepultado por coladas de magma de la ladera de un volcán: su nariz.
Entre los bocinazos del cristiano, las toses de Nefertiti y el violento traqueteo del autobús mientras maniobra para detenerse en el andén once, todos los pasajeros se despiertan. Un segundo después, la presa se abre y la corriente de agua, cada molécula una persona, es liberada para que siga por su cauce natural, lleno de afluentes y divisiones que dispersan el torrente por éste febril delta que no deja de ser Madrid.
Allá queda el conductor cristiano para traer y llevar más cubos de agua, no sea que el río se seque y quede todo mustio y desértico.
Allá, cogido del brazo de su fiel compañero, va el ciego con su bastón blanco como la nieve, apoyándolo en cada paso con la inseguridad propia del que avanza a tientas. Ambos, ciego y no ciego, se acomodan en un banco metálico para esperar, quien sabe, el primero al atardecer y el segundo a poder describírselo tan solo con palabras, tarea harta compleja por la cantidad de colores que se forman y difuminan en estos acontecimientos tan repetitivos, día sí, día también, pero no por ello menos sobrecogedores.
Y la señora conservada en formol se aleja haciendo lo que mejor saber: forzar la garganta entre gorgojaos para toser y seguir tosiendo.
El rió, descargando agua por decenas de afluentes, llega a una estrecha garganta y se ralentiza. Dejándome llevar por dicho torrente, bajo por la escalera mecánica, cruzo la entrada del metro y llego al andén. Éste, está colapsado en toda su longitud de gente. Solo son las ocho menos cinco de la madrugada.
Es curioso que la mayoría de las personas se muestren cabizbajas. Casi todos llevan las caras sobreexpuestas por una potente luz blanca, emitida por el final de una de sus dos extremidades superiores. En otras ocasiones, de ahí también sale una especie de finísima tripa que se bifurca para enlazar con los oídos.
El móvil se ha transformado en un órgano más del ser humano, tan esencial como los cinco primarios que vienen de serie, los orgánicos. De hecho, el móvil vibra y el corazón bombea, teniendo el primero la capacidad de hacer funcionar al segundo más rápida o lentamente.
Los pulmones captan la energía distribuyéndola mediante la sangre y el móvil capta la información para el cerebro. Los dos son esenciales para la vida y están estrechamente relacionados: mientras más información envíe el móvil al cerebro, más energía deberá de reponer los pulmones para suplir el alto coste energético del proceso del pensamiento.
Sentado en el metro, más detalles me atrapan en sus largas redes invisibles y pegajosas. Leo y miro de reojo, sin subir la cabeza.
Unos pies con las uñas pintadas, cada una de ellas de un color, simétricos de un pie a otro: roja, azul, violeta, amarilla y negra; negra, amarilla, violeta, azul y roja.
Ristras de zapatos: manoletinas, sneakers, bluchers, botines, cangrejeras, bailarinas, francesitas, deportivas, chanclas, alpargatas...
Una voz débil, sufrida, que llega desde el fondo del vagón.
Continúo leyendo, pero no puedo evitar que un tono tan afligido consiga colarme la mayoría de sus palabras entre frase y frase del maestro Saramago.
Estos vocablos limosneros son como un ejército bien preparado para asediar mi castillo, de fortificación blindada contra ciertos enemigos, pero endeble hacía la pena, su punto más vulnerable. Independientemente, desde hace unos días, tengo los sentidos tan encendidos como el núcleo de una estrella masiva. Siento el vuelo de una mosca a varios cientos de metro.
"No tengo para comer. Debido a mi situación en desempleo, pido algunas monedas o comida para salir adelante. Por favor, tengan ustedes la bondad de colaborar en lo que puedan".
Las frases se acercan, se adhieren a mi oído derecho. Sin subir la vista del libro, en donde leo:
“Somos el destino que tenemos”.
Unos pies sucios, casi tiznados, y enfundados en destartaladas chancletas semejantes a dos barcazas que hacen agua, cruzan desenfocados el fondo de mi visión periférica, por encima del libro, y se llevan consigo la pena que tanto secciona mi concentración. En su lugar dejan culpabilidad, pero no puedo ayudar a todo el mundo.
Déjà vu.
Ayer, compre un “huesitos” por cincuenta céntimos a un chico joven que andaba por aquí vendiéndolos por sus dificultades económicas. Le di el pecaminoso metal dorado, haciéndole un ademán negativo con la mano a su ofrecimiento del chocolate. El chaval, de mirada aguda, desesperada, insistió varias veces en que me quedase la chocolatina. Era mía por habérsela comprado.
El orgullo del pueblo más desdichado, su nobleza. Su lucha por sobrevivir. Rajoy, Merkel, aquí tendríais que estar, entre los tirones y chirriantes ruidos del metro circular de Madrid, vendiendo “huesitos” y no falsas esperanzas a un pueblo pulverizado por el sistema que vosotros, entre otros muchos, comandáis. Os ibais a cagar entonces cuando os dijeran, desde las altas esferas celestiales y bien alejadas del verdadero mundo, que “Estáis viviendo por encima de vuestras posibilidades” o “Hay que ser más austeros” o “¡Que os jodan!” ¡Hijos de la gran puta!
El metro se detiene, los detalles se detienen, la lectura se detiene. La palabra “detiene” ahora se detiene. El reloj sigue corriendo. Los pensamientos se mueven sobre el cuello; el cuello sobre los hombros; los hombros alrededor del tronco; el tronco sobre las piernas; las piernas sobre los pies; los pies sobre el suelo, la corteza, el manto, el núcleo; los pensamientos, por lo tanto, van en derredor del núcleo, y ese núcleo del planeta, en nosotros, queda representado por el cerebro, el cual lleva al cuerpo o: ¿es el cuerpo el que lo lleva a él?
El caso es que deambulo por las cintas mecánicas de la vagueza, las que te transportan por dos largos pasillos superpoblados de pasajeros que no cesan de ir y de venir, los que unen la línea 6 con la 8.
Son las 8:10 de la mañana. Lo sé sin mirar el reloj, porque el violinista delgado, canoso, de vestimenta humilde y cara afable, está tocando la maravillosa melodía de cada día: la "Primavera" de Vivaldi.
Nada más entrar en el corredor, me llegan del fondo las notas musicales. Todo cambia entonces. El barullo matutino del caminar de la plebe es sustituido por esta canción tan alegre. Parece que cuesta menos caminar. Parece que el destino deja de ser el trabajo. Es como si la música fuese una corriente sustancial palpable, igual a las de agua en el océano o aire en la atmósfera. No en vano, la música está formada por ondas de sonido.
El pasillo se inunda de dicha corriente y mis oídos, como si fuesen ratones tras la flauta de Hamelín, me ordenan echar 50 céntimos a la funda del violín de ágil violinista, que abandona ese estado tan inconsciente típico de los músicos, abre los ojos, me mira y me sonríe. Un segundo más tarde, vuelve a abandonarse al placer que se represente en su cara. Juraría que puede sentir cada caricia de esas cuerdas. La vara se hace corpórea en las yemas de sus dedos.
Avanzo por el segundo pasillo. La música fue silenciando a la muchedumbre y ahora sucede lo contrario. Regreso al mundo real. Me encuentro en el andén de la línea 8, en “Nuevos ministerios”. Si el anterior estaba colapsado, en este podría incluso producirse la fusión “personal”, semejante a la nuclear, cambiado los protones por homo sapiens sapiens.
Todos los que estamos aquí vamos a trabajar a la misma zona de Madrid, la Noreste. Somos los que levantamos el país.
El metro llega vacío, se detiene y abre las puertas. En cuestión de segundos, se produce el abordaje desde el andén a los vagones.
Todos estamos hacinados, enlatados, como los cerdos en un transporte de ganado. De hecho, somos eso, solo eso, ganado, puercos criados, engordados y encauzados con un solo objetivo: mantener a los de arriba, los menos numerosos. Engrasar al sistema en un giro infinito y que nada cambie, que todo siga igual, para que sean escasos los ganadores y una enorme multitud los perdedores.