La Guerra: unas palabras a la guerra desde el interior de un soldado que la ha vivido
Qué pena, pues ya no habrá niños en las calles, jugando a ser inocentes, sin responsabilidades, con un balón o una comba, dentro de una escena anegada de cariño y ternura.
Que lastima que los haya en las guerras, esparcidos sus miembros por doquier en las aceras resquebrajadas, en las ruinas de lo que antaño fue su casa, su lecho, su vida.
Solo veo humo, sangre salpicada en la pared; solo escucho el zumbido de las balas, el ulular de la muerte en las bocas de los cadáveres calcinados, cuya mueca exhala un último suspiro, el más fatídico.
Me queda la nostalgia, parsimoniosa en el resquicio de los buenos recuerdos, obvios de una existencia pasada, primero feliz, luego necia y por último descarnada.
Trago un desaliento, desgarrado por contemplar algo tan trágico como absurdo, tan dantesco como inhumano, y lo guardo en mi pálido semblante.
Me vuelvo oscuridad. Una silueta sin sentido, sin rostro ni rasgos.
Lloro sobre una tierra violada y saqueada por los soldados. Mi lamento cae sobre las cenizas y las humedece para que no vuelen con el ciento, como si mi dolor las uniese en el barro de la desolación.
Veo rifles que apuntan a la nada, enloquecidos por un odio irracional y austero, llevados por la corrupción y el dinero, siempre sucio pero abundante.
Estoy en medio de una batalla, luchando por comprender la atrocidad de esta vergüenza, abotargada desde el primero tiro, pavorosa desde la primera matanza.
Oigo el dramático estallido de una bomba; huelo el infecto olor del plástico quemado de la comba; observo el ya incoloro y deformado balón recorrer a duras penas sus últimos metros, hasta caer en un trágico abismo sin final.