La brecha esta ahí, justo en frente. No puedo entrar voluntariamente. Tan solo queda esperar quieto y en pie para observar lo que sucede.
Siento que me acerco, o es alguna fuerza la que me impulsa, como flotando en el aire. A la vez, el fondo blanco, que parecía invariable, va tornándose oscuro, cada instante más y más, hasta que mis ojos no puede ver nada, solo la negrura de la brecha.
Casi estoy dentro. Mientras mis pupilas crecen y se dilatan para adaptarse al tenebroso ambiente, empiezo a reconocer algo, sin forma, lineas.
Avanzo lentamente, suimiéndome en este intangible vacío, surcando la nada que me rodea.
Ya estoy dentro de la brecha.
Ahora, vislumbro sus suaves contornos, indeterminados y tenues. Puedo controlar el tiempo: en el exterior, ha transcurrido un segundo, pero aquí dentro, el segundero acelera o se ralentiza a mi voluntad.
Me muevo a mis anchas, navegando sin rumbo ni razón; sin ancla ni vela; sin tripulación ni timón. Me doy cuenta de que encajo en este profundo lugar a la perfección, pues mi materia parece fluye con facilidad.
De repente, algo brillante aparece, muy lejano, titila y se forma. Me dirijo hacía allí. Es un punto blanco que parece mirarme sin ojos, pero se hace a cada instante más grande.
Me quedo quieto, para descubrir que ese mismo punto ha comenzando a dirigirse hacía mí. En su recorrido, se vuelve más denso y abundante en luz, rodeado de un áurea blanquecina.
Ya me alcanza, y me fundo con ese energía, tomándola entre mis manos y manipulándola a mi antojo: es uno de mis pensamientos.
Otras formas alucinantes comienzan a emerger en esta especie de noche sin final que me rodea. Algunas circulares, verdes, azules, intermitentes, grandes o pequeñas. Otras son incoloras, pero se unen entre si para representar escenas, rostros humanos, animales, cuerpos de mujer, edificios.
Poco a poco, me rodean, y el abismo vacío que antes existía a mi alrededor se va llenando con estas curiosas formas.
Acto seguido, las acaricio, una por una, y mis manos traspasan su extraña e inocua materia.
Con cada roce, recibo ideas sorprendentes. Me transmiten éxtasis y premisas, que almaceno dentro de mí.
Repentinamente, algo cambia, y las formas comienzan a ignorarme. Estoy en medio de ellas, pero intuyo que ahora ni siquiera me ven.
Empiezan a danzar enloquecidamente, susurrándose secretos impronunciables, muy pegadas. Otras, juegan o sencillamente escenifican algo: una linea blanca sobre la carretera que recorre un coche entre edificios con ventanas que escupen luz de alguna lampara que descansa en un dormitorio habitado por un matrimonio que discute acaloradamente mientras su bebe llora.
Veo el asfalto que tapa la linea blanca; las arrugas de la camisa del conductor; el motor del coche; la bombilla de la lampara; el cigarro consumiéndose en la boca de la mujer; la violenta saliva que escupe el hombre gruñendo; los pañales del bebe; sus lágrimas... puedo incluso oler su miedo e incomprensión. Lo veo todo, porque ese todo es transparente, y puedo volar sobre cada recoveco, atravesando las figuras de cada forma.
Pruebo a ralentizar el tiempo, para comprobar que tengo la capacidad de analizar cada partícula de ceniza suspendida cronológicamente en la habitación. Aprendo sin cesar.
Se escucha un estruendo que satura mis oídos. De prisa, al unísono, las formas comienzan a unirse en una espiral, que lentamente se diluye y empequeñece hasta formar nuevamente el punto blanco inicial.
Vuelvo a flotar, pero recorriendo el camino contrario a cuando llegué. El punto se aleja y, de nuevo, aprecio los contornos de la brecha. Sin saber como ni porque, salgo de ésta y me encuentro en mi mesa, frente a mis útiles de escritura.
Ojeo una pila de folios escritos a mano y descubro que, en una hora, he escrito 30 páginas de la novela. Parece un simple borrador, pero contiene algo de mi mente que no puedo dar siempre: una fracción del inconsciente.
Regreso a la realidad y siento que esta inspiración ha terminado. Ahora, solo queda esperar a la siguiente.