Me quedé con su mirada y con sus ademanes. Por eso puedo reconocerle en cualquier parte. Seres sin destino que se juntan con otros del mismo jaez, y que al verles juntos, no eres capaz de identificar al que viste aislado, frente a frente, con su vago parpadeo y su mente dispersa.
Tomaba café por aquel entonces –estamos hablando de antes del 2014- con mi único y querido abuelo. (Nos veíamos todos los días de verano, todas las mañanas, en el velador de una cafetería de la Avenida María Auxiliadora, él con el descafeinado y yo con mi manchado; él, Miguel, yo, Miguel también; él con el sombrero y la cartera en el bolsillo de la camisa, otorgándole un aspecto del que yo me burlaba, diciéndole: <<Abuelo, te pesa más una teta que otra>>, a lo que él reía con su mueca de anciano benévolo, bondadoso y con un algo de sarcasmo, dicho sea de paso. Y me solía responder: <<Miguelito, eres un veneno. Ahora vas y me rascas el cupón, y con lo que te salga, me coges otro>>. Pero nunca le salía nada). Cuando la conversación se disipaba en la brisita de las once de la mañana, disfrutando de la fresca mañana a punto de agonizar, cuando nos tapaba las palabras el rugido del motor de un camión, yo dejaba de mirarle y posaba mis ojos en los transeúntes. Entonces me di cuenta de su presencia. Un hombre, un aparentemente respetable hombre, caminaba dando tumbos, como costándole, pero él luchaba en cada paso. Su rostro era atildado, acentuándole este rasgo su cabellera repeinada hacia atrás y aplastada con un litro de Adolfo Domínguez. (Su mujer guardaba la colonia en un cazo para garbanzos, y se la echaba por las mañanas con un cucharón, le comentaba siempre a mi abuelo cuando veíamos pasar a este individuo). No estábamos seguros de que desposara con alguien. De lo que sí estábamos seguros era que aquel hombre era tonto. Sin pelos en la lengua. Tonto de remate. Se acercaba a cada mesa del velador, solicitando sin entusiasmo, sin un tinte de angustia o súplica, un cigarrillo. Si mi abuelo negaba con la cabeza –no fumaba-, me señalaba con el dedo para pedírmelo. <<Or favó, un cigaíllo>>, decía. Y no es que le faltaran dientes, no, es que sencillamente, ese hombre era tonto. Nos comentó un vecino de mesa que como por cada pueblo suele haber al menos un tonto, igual máxima seguían los barrios de las ciudades. Pero ese barrio era el de María Auxiliadora, imploraba una que se abanicaba tras sudar en el rosario, postrada ante el sagrario de la parroquia de los Salesianos. Mi abuelo sonreía afable, quizá como gesto educado al no escuchar nada de lo que hablaban, o tal vez porque no consentía diálogo con otro que no fuera yo en esos instantes que nos concedíamos. <<Hoy he quedado con mi nieto>>, le decía sin mala intención a los muchos amigos que se paraban a saludarle. Y si los años que llevaban sin verse eran demasiados, no hacían caso a la indirecta y se sentaban a charlar con él sobre las copitas en El Quijote, o de las andanzas por la de Ramón Albarrán –nunca decían “calle”, simplemente la omitían con “por la de”-. El ponerse el sombrero, antes posado en el asiento de una silla, era la señal para que recogiera mis cosas y le ayudara a ir hasta casa. Sustituía su cayado de patriarca gitano por mi hombro. En él se dejaba caer. El camino hasta su casa transcurría en silencio, solo interrumpido cuando él me pedía con más súplica que el tonto del cigarro: <<Anda, Miguelito, cuéntame alguna historia, que se me haga ameno el camino>>. Y es que el trayecto era infernal: la canícula se presentaba con puntualidad en la de Manuel Saldaña, sin sombra en la que cobijarse, sin una madriguera en que guarecerse unos instantes. Sudar, sufrir, y llorar, hasta llegar al portal. Entonces yo le narraba el argumento de alguna obra de teatro que estuviese en mi cabeza, que estuviese planeando y a punto de salir, o lo que había escrito justo antes de ir a verle. Lo mismo daba que fuese teatro como cualquier otro asunto. También le relataba la ocurrencia del momento, y él más pendiente de la historia que de su verosimilitud o de lo verídico, se tronchaba de risa, y ya sentado en su sillón, con el chatito de vino que su hijo, mi tío, le ponía con algún que otro aperitivito, volvía a reírse recordando lo que yo le había contado. <<Qué imaginación tienes>>, me decía entre sorbo y sorbo. <<Y qué mentiroso eres, se lo tengo que contar a tu padre>>, y frenaba de beber porque la risa se lo impedía.
Este sucinto anecdotario lo rememoré cuando en septiembre del pasado año una temible imagen me obligó a evocarlo. Por aquel mes terminaba mis mañanas preferidas de vacaciones: sentado en otro velador, a la sombra de los castaños y de los plátanos de paseo, ausente a pesar del trajín de los trabajadores y de los funcionarios cumpliendo sus horas de trabajo en la misma cafetería en la que yo descansaba. Allí pasaba largas horas cuando me quería distanciar del mundo, incluso del de mi casa: cuando los problemas debían discurrir por mi mente para no volver a entorpecer mi creatividad, cuando no pocas veces me importaba tan poco lo que los demás tuvieran que contarme, cuando necesitaba abordar una historia y la rutina del hogar, de los amigos, y la del teléfono me lo impedían; y, las más, cuando deseaba devorar un libro pendiente de lectura. Como digo, sentado en el nuevo velador –no he vuelto a sentarme en el que ocupaba con mi abuelo- me percaté de algo, y en seguida me llegó como la brisa repentina de las once, el olor de su colonia, el bastón, el sombrero y su mirar contemplativo y feliz. Entre un grupo de personas de la misma condición, daba tumbos el tonto de María Auxiliadora. Los miembros de la banda también caminaban a trompicones. Eran doce. Un extraño presentimiento se instaló en mi mente, y sospecho que también en la de los demás. Porque todos apuraron el café y salieron corriendo hacia sus oficinas. Eran doce. Y parecían anunciar un final apocalíptico. Lo que más me erizó el vello fue el hecho de ver al mismo hombre de 2014 con la misma chaquetilla, el mismo peinado y esa mirada muerta, ese ojo a la virulé, su rostro atildado con alguna arruga añadida, pero con un rasgo distintivo: iba fumando con nerviosismo y ansiedad un cigarrillo. A medida que apagaba uno, se encendía otro, sacados de un bolsillo interior sin fin. ¿Por qué? ¿Qué había cambiado en el rumbo de su vida para poseer ahora todos los cigarrillos que antes pedía? Sin embargo, las chiribitas de sus pupilas daban a entender que aquel hombre se había hecho rico de la noche a la mañana. Como si su riqueza se basara en la posesión de infinidad de pitillos. ¿Por qué? Miré hacia mi derecha, a la silla vacía, y también pude verlo. Mi abuelo negaba con la cabeza como esperando a que el tonto del barrio le pidiera un cigarro. Al pasar por delante sin solicitar lo acostumbrado, sonrió con esa afabilidad suya característica. No sentí pavor ante esta visión de septiembre, ocupando los fantasmas del pasado las sillas del presente. Mi abuelo, con las alas del sombrero impecables, carraspeó, y al ver mi cara atónita contemplando el rumbo sin fin de la banda del humo, ese rebaño de descarriados abrigados por el humo del tabaco, ausentes, indiferentes a todo, felices, sí, felices; dejando tras de sí el miedo de los rutinarios al percatarse de un episodio inacostumbrado, volvió a sonreír, y su sonrisa se agrandó hasta el punto de iniciar una carcajada sin control. Entre el descojone, y el agitar de su pecho –con la teta más pesada que la otra- me soltó: <<Qué imaginación tienes, Miguelito, se lo voy a contar a tu padre>>. Y se fue. Se fue apoyado en su bastón. Sin mi ayuda. Sin pedirme una nueva historia.
Irremediablemente, con unas lágrimas descendiendo por mis mejillas, dejé apoyar en mi labio inferior un palillo de madera, antesala del mono del cigarro. Aún hoy me muevo entre los veladores pidiendo un cigarrillo para pasar las mañanas soñando, descansando, e imaginando. O lo que es lo mismo, conversando con los fantasmas que dejamos atrás y que sin ningún recelo podemos mirar frente a frente. Se llama literatura. Se consigue con el arte. Y el que esto desconozca, ¡pobre desgraciado
Dedicado a mi único y querido abuelo, en las holgadas mañanas de eternos diálogos y breves silencios. Aunque ahora eterno sea el silencio.