Ya va siendo hora de abrir la boca y soltar lo guardado durante años, como también otros lo hacen y piensan. Es de sentido común, a mi modo de ver, lo que a continuación expondré con el fin de llegar al buen entendimiento del honesto, inteligente y culterano lector, amén. Anualmente se produce una execración insoportable para los sentidos de quienes en la cultura mueven sus panderos y desarrollan sus quehaceres; quienes aportan ideas abismales, proyectos que ahondan en ese misterio insondable del alma humana, en pocas palabras, quienes realizan y practican teatro.
Por ende, es lógico comprobar el hastío que a un servidor le produce el ver año tras año, incompetencia tras incompetencia, deshonra tras deshonra, cómo el teatro de nuestra ciudad, símbolo de la cultura, efemérides loable levantado en la Plaza de Minayo, nuestro López de Ayala, es profanado en esa cita laureada por nuestros conciudadanos, que es el Carnaval. Todos saben mi débil vinculación a esta fiesta incluso mi opinión acerca de ella. Lejos de analizarla –tarea que pertenecerá a otra tribuna-, mi propósito es el de denunciar de una vez por todas la falta de respeto que me supone el hecho de que este Ayuntamiento de zascandiles y gaznápiros consienta la invasión de tanta vulgaridad, soeces máscaras, cánticos cuasi fúnebres de eso a lo que llaman murgas pacenses, tan faltas de originalidad e ingenio, muchas de ellas emulando a las famosas de Cádiz.
La falta de respeto llega a su culmen al investigar en los archivos documentales del teatro, y en las crónicas recopiladas en las hemerotecas y consultar el episodio de la década de los 80 en el que, ¡oh, Badajoz querido!, se procedía a demoler el edificio que ahora luce como el emblema de nuestra cultura, blasón mayestático de nuestro escudo, orgullo no reconocido, no por falta de interés sino por desconocimiento total y absoluto. La razón de la demolición y destrucción del mismo concernía a planes urbanísticos y es que, por lo visto, en nuestra Plaza de Minayo iba a nacer el edificio Presidente, actualmente sito en la Avenida de Colón, por fortuna para nosotros. ¿Por qué aún podemos mirar al López de Ayala y reconocer la cifra de espectadores que pasan por él al año? Gracias a la intervención heroica de José Manuel Villafaina, ínclito personaje del mundo de la cultura, acompañado de otros atrevidos, que se encadenaron y posicionaron en las puertas del López, frente a las máquinas excavadoras, arriesgando, sin exagerar, sus propias vidas, dado que, según cuenta un diario periodístico, una de las máquinas arremetió contra la fachada para intimidarlo, cayéndole a Villafaina una humareda de polvo en la que parecía desaparecer para siempre. A la postre, el Ayuntamiento abandonó la idea de derribar la estructura, y hoy podemos contemplarlo como lo hacemos, tal y como figura en muchas fotografías y portadas de eventos. Y ahora bien, ¿cómo tomar, cómo comprender en nuestro sano juicio, que un teatro que se mantiene en pie por valentía y coraje, reciba en su seno a esa jauría de enmascarados, bullangeros, jaraneros, insurrectos, que con no menos atrevimiento, ensucian, dejan a su paso un conjunto de víctimas de mobiliario que, finalizada su estampida feroz, hay que reparar? Hablo de puertas desencajadas de sus bisagras, de butacas infectadas de porquería, de rincones embadurnados de quién sabe qué… ¿Cómo consentimos esta barbarie, en ese recinto cuyas tablas respiran el talento y donaire de insignes personajes como José Vicente Moirón, Lola Herrera dentro de unos meses, Paca Velardíez, Memé Tabares, María Luisa García Borruel, compañías como Suripanta Teatro, Verbo Producciones, Atalaya? ¿Cómo poder dormir sabiendo que en el mismo lugar en el que lloramos, reímos, nos emocionamos, sirve de encuentro para esas fiestas tan ordinarias, horteras y tan alejadas de ese mundo mágico que es el teatro? Me pregunto si también en otros lugares recónditos de este universo antitético y paradójico ocurrirá lo mismo. Desde luego, como pacense que soy, como apasionado de la literatura, teatro y de las artes, me siento irritado, insultado y cansado de soportar estos episodios y consentimientos anuales, y más apesadumbrado todavía de intentar imaginar –no paseaba por las calles de Badajoz en los años 80 porque aún no había nacido- la escena de impedimento de la atrocidad a punto de cometerse. Un inusitado pavor me invade el alma al toparme con José Manuel Villafaina por las calles de Badajoz, y ver en él a un hombre que ha luchado por el teatro en su ciudad –por no decir otros lugares en los que ha defendido el ejercicio teatral-, y por su buen hacer en la creación de una Cabalgata de Reyes que, según las fuentes consultadas, merecía la pena degustar, incluso para adultos, nada que ver con las que actualmente llenan las callejas y avenidas, con carrozas inverosímiles y caramelazos lanzados a maldad, una bravuconada ridícula y cursi.
En fin, entiendo esta tribuna no como una mera pancarta vitriólica y biliar, sino como un escrito lleno de esperanza para que, años posteriores y habiendo asentado nuestra ida cabeza, podamos dejar de ofender el gran nombre del teatro, dejemos de faltar al nombre de quienes hicieron algo por él y que ya no están (Francisco Nieva, Salvador Távora, Javier Leoni, Leandro Rey), y respetémoslo como el lugar en que el artistas de la talla de Concha Rodríguez, El Brujo, Eugenio Amaya (Arán Dramática), Teatro del Noctámbulo, Amarillo Producciones, músicos y bandas, orquestas, zarzuelas y operetas, puedan sentirse realizados y no profanados por esa bellaquería. Dejemos a un lado lo inmundo y alcemos de una vez la voz por lo que merece la pena ser visto, escuchado y sentido, abandonemos la ridícula política de lo correcto y la demagogia barata y razonemos tan solo un instante para mejorar nuestro entorno y lo que en él poseemos. Agradezcamos a los trabajadores de antaño los éxitos que ahora disfrutamos, y que ese agradecimiento deje de arrojar arena y barro contra la fachada, camerinos, chácena y la platea del respetable y mártir Teatro López de Ayala.
(Dedicado a los personajes de la Cultura Extremeña, a los teatreros y faranduleros, y a todos los que callan en sus casas y miran con tristeza y melancolía el cartelazo que pende de la fachada anunciando el Carnaval de Badajoz).