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Opinión-Editorial

Hacia el abismo

28 de Septiembre | 13:21
Hacia el abismo
Tiene muchos dibujos, a menudo se evade de su entorno y explota sus inquietudes, ansiedades, ofuscaciones y decepciones con un lápiz diminuto y viejo –como el que empleaba Poe en sus cuartillas acartonadas para desarrollar los aciagos acontecimientos de Los crímenes de la Rue Morgue-, y una creación final en la que escupe al contemplarla y que se va pudriendo en su ataúd, un cajón de un escritorio plagado de ideas.

Hablo de una amiga muy querida para mí, con la que tengo mucho contacto y me hace testigo –un honor para mi persona- de su vorágine interna, no explotada por nadie, ni sondeada por curiosos, todo lo lleva oculto, reservado, y quien ose pasear su hocico puede salir escaldado por una mirada recriminatoria y asesina. 

Pues bien. Esta persona a la que va dirigida la tribuna me jodió una noche de descanso preciso y necesario por una reflexión que me tenía aturdido y no se despejaba de mi mente. Ante un dibujo al carboncillo de una zona de Badajoz, le instigué a que buscara un concurso al que presentarlo y tener la posibilidad –la más remota posibilidad- de quedar entre los elegidos, o los finalistas, o, Dios lo quiera, el ganador del certamen. Su cara dubitativa me desoló, y por más que le instara a hacerlo o tratara de convencerla, no se serenaban sus facciones, sino que el ceño fruncido casi besaba la punta de su nariz y los ojos se le ensombrecieron. Le volví a repetir: “Es hora de que los dibujos que guardas vean la luz, y sean contemplados por personas que tal vez admiren lo que haces. Y no deberías perder la oportunidad de presentarte a algún certamen”. Y su respuesta consistió en inquirirme: “¿Para qué? ¿Qué se supone que tengo que ver en lo que he dibujado para presentarlo al concurso?”. La humildad sincera y franca con que me lo preguntó aplastó mi rapidez para responder. Y ya en casa, con la almohada como interlocutora –la única que me escucha sin rechistar-, quise responderme a mí mismo. Me remonté al año 2015, cuando escribí el texto Esa Noche, y no paraba de leer y releer cada una de las intervenciones de mis personajes. ¿Qué impulso, qué narices me creí que era, qué especie de vanidad se apoderó de mí para tocar la puerta del concurso y presentar mi texto? ¿Es acaso el hecho de enviar una creación artística a un jurado un alarde de soberbia, un signo de creernos con el derecho de que unos jueces pierdan tiempo de su vida en analizar lo que le hemos ofrecido? ¿Qué significa? Claro está que lo que vino después fue muy placentero.

Recibir la noticia de que lo que una noche imaginaste e incluso alumbraste ha calado en la sensibilidad de muchos, y que te es otorgado el primer y único galardón en tu carrera. (Ahora son pocos los concursos que miro y menos aún a los que me presento). Pero ese placer es efímero y cuanto más absurdo. Todo lo que se publicara en prensa –que es simplemente un copia y pega de lo que un primer periodista soltara en su periódico particular-, esas entrevistas cargadas de monotonía, con las mismas preguntas, el mismo tono en hacerlas, y el fin. Sí. El fin. Se emite la entrevista, muchos a los que considerabas tu gente la escucharon, pero, por motivos varios, te hacen otras, y más y más, y participas en esto, y sale tu nombre en lo otro, y ese gentío abrumador que te besaba en la calle, que te daba golpes en la espalda orgullosos… Se disipa como el placer, como el orgullo, como la dichosa vanidad, ese fantasma engañabobos que te pega más hostias que el señor Arzobispo. Y te percatas al mirarte en el espejo de que eres el ser más gilipollas que existe por haber aparecido en público, por haber asomado acaso la punta desgastada de tu zapato sin embetunar, de tener que saludar por la calle a aquellos que poco a poco van eliminando de su memoria las palabras que se dijeron de tu entrega de premios… El tiempo transcurre, y el tiempo, inmisericorde, es muy similar a ese embravecido mar que rompe en el cuerpo del acantilado, erosionando sus paredes de roca, arrasando con cualquier criatura arriesgada que se haya posicionado en una pequeña grieta en la que se abren galerías y cuevas.

 

Finalmente, la vanidad también se adueñado de las arterias de mi amiga, y se va a presentar a un certamen de pintura. ¿He cometido un error en arrojarle al abismo del mundo del arte, a ese acantilado en el que rompen las olas feroces? ¿O simplemente le doy demasiadas vueltas a un hecho en sí insignificante? Sea como fuere, que Dios se apiade de su alma.

 



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