Se conoce a los nostálgicos por su vestimenta en los cambios de temporada. Sales a caminar a 11 o 12 grados de temperatura, bien abrigada con la sudadera, y te cruzas con gentes que llevan camisetas de manga corta mientras avanzan con paso legionario, tal vez para apaciguar esa frialdad de la mañana. O, por el contrario, ves a otras, en horas del día ya más templadas, ataviados con útiles anoraks de inviernos sobre unos pantalones cortos y unas piernas desnudas terminadas en viejas chanclas, seguramente turistas al los que el mal tiempo ha cogido fuera de casa. No hay duda de que los segundos adelantan acontecimientos y los primeros los retrasan, como algunos relojes.
La nostalgia es una sensación indefinible. Viene de pronto, sin que se la espere, y produce amargor en la boca y una cierta aprensión en el estómago. No todos la sufrimos de igual modo porque no todos desearíamos volver el tiempo atrás, a determinados sucesos de nuestras vidas, por ilusionantes que hayan sido. A menudo, ves a otros reaccionando de idéntica forma a cómo lo hiciste tú y te sorprendes de la evidencia del gesto y de su retórica. Es como si nadie aprendiera de nadie en ese deambular personal por la experiencia.
En la apreciación que solemos hacer de la nostalgia en nuestros conciudadanos, acostumbramos a confundir los signos, pues el recuerdo en voz alta de algo ya hecho por ellos no implica necesariamente (reitero) su anhelo por revivirlo, del mismo modo que la explicación de una persona de algo realizado con éxito por ella no implica su deseo de que otros alaben con palmas la importancia del asunto y de quienes lo gestaron. La mayoría de las veces lo único que encierra es bastante más simple y al tiempo más elaborado: se cita como una advertencia, o para percepción real de quienes no saben nada al respecto, o no lo retuvieron en la memoria, pues pregonan algo similar cual si fueran pioneros en ello, víctimas de ese adanismo que cree que por presente cualquier gesto es innovador y lo acaban de concebir.
Sé de lo que hablo. La edad sirve, entre otras cosas, para canalizar las efervescencias mundanas y colocar en el verdadero terreno de juego las actitudes, resultados, éxitos y fracasos de la vida. Con aquella llega una cierta serenidad, una especie de estoicismo que no necesita del favor del público si está tranquila la conciencia y se dispone de un círculo de verdaderos amigos que saben realmente quién eres.
“No hay que hacer aprecio” (en ocasiones), aconseja el refrán. Vale. Pero estoy con Felipe González cuando afirma que es preciso no renunciar demasiado pronto a determinadas esperanzas. Tampoco ahora. Y cito textualmente del texto de un periódico: “En opinión de González, "estamos en un momento histórico peculiar" donde "no me apetecen las utopías regresivas ni pienso renunciar a la capacidad de reforma".”. Y añado yo: “porque, de hacerlo, tendríamos que reconocer que los de mi generación nos equivocamos en los planteamientos generales de conducta digna, cívica y democrática y no es así”.
Carmen Heras