“La belleza supera a todo”, leo. No, no es verdad. La belleza no está por encima de nada. Quizá la frivolidad, sí, y la ausencia de empatía y el calor sofocante, que parecen volver injustas las mentes y las almas, ante los casos que nos son ajenos, que miramos de lejos. Sin emoción o con emoción simplemente estética.
No se pueden pedir peras al olmo; cuando no hay dotes básicas poco se logra hacer, pero a cualquier ser humano debe adiestrársele, sin duda, para que piense mejor, aún sobre lo genético de su origen. Lo malo es cuando no se hace, y ni siquiera se intenta, por interés. Porque los necios son más fáciles de llevar que los inteligentes, sirven mejor a determinados propósitos, son más proclives a ser comprados.
Hace veinte años alguien me dijo que la obediencia al que manda se veía más en unos territorios que en otros, fruto de ciertas circunstancias históricas, pero también de una actitud ante la vida. De un adaptarse a aquellas, en vez de intentar cambiarlas. Ayer, zapeando, encontré la película “El manantial” que habla sobre la integridad de un hombre, de un arquitecto, ante sí mismo y la sociedad en la que vive. El film se ha quedado viejo, pero mantiene el rescoldo de lo que quiso exponer. La persona puede elegir y puede hacerlo. En lo personal y en lo comunitario. Y es dueña de su entendimiento y de lo que éste produce.
Lleven estas máximas al aquí y ahora, y analicen, amigos. En el año 2011, un duro y cruel adversario mío entró en una habitación en la que había, desparramadas por el suelo, un montón de cajas con el trabajo activo y febril de toda una legislatura. Según me contaron, soltó una risotada y se hizo el sorprendido: “Pero ¿esto qué es? ¡Menudo síndrome de Diógenes!” (dijo). Y dictaminó. Y “luego, incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada” (como dijera el gran soneto de Cervantes).
Lo borré de mi lista de “conocidos”, claro. Pero la frase se quedó ahí, bailando en el ambiente, la maldad de la misma, también. Su influencia sigue, a través de acólitos y seguidores. Que los tuvo y los tendrá. Porque existe una llamada picaresca que convence a quienes no son pícaros de nacimiento de que deben transformarse en uno de ellos para poder lograr una parte de lo que anhelan, tal como ven que ocurre en el “mercado”.
Existe posibilidad de elección, sin duda, pero, a lo qué se ve, no todo el mundo tiene el mismo concepto de integridad y cada quien coloca los listones de la misma, más o menos altos, según su propio sentido de supervivencia o de bienestar.
Hoy comentan en la radio que está en marcha una iniciativa que considerará punible molestar a alguien en sus ratos de ocio. Lo explica una voz muy tierna cuando afirma que los jóvenes son incapaces de sustraerse al móvil, y que por eso hay que regular su uso. Lo dice con auténtica desenvoltura, como si la tenencia de voluntad personal fuera algo descabellado e imposible. Y yo me quedo pensando: “¡A ver si vamos a tener que aplicar a todos el ‘test de la magdalena”!
Carmen Heras