Dicen los clásicos, y la experiencia, que, aunque sea de forma lenta, el agua siempre vuelve a su cauce. Pero mientras tanto, me sorprende la adoración de muchos a la frivolidad del instante. A rey muerto, rey puesto. A toda velocidad. Hoy te rindo vasallaje, mañana te mando al trastero con los muebles viejos. Supongo que en algunos aspectos todas las épocas son similares. Ejemplar es la historia cuando saca a relucir textos romanos de la época, donde los viejos del lugar se quejan de la inconsciencia de los jóvenes y de sus faltas de respeto a las normas, lo que (pronostican) solo puede presagiar la caída del Imperio, destruido sin remisión.
Quien llega desea, porque lo necesita, revalidar su propio yo. Es natural. Pero aún así, sorprenden las extravagantes circunstancias, sorprende la necesidad tan fuerte de consumir (con fruición) hechos nuevos, esa pulsión poderosa que tantas veces presenta un determinado momento, en una sociedad.
La cultura del espectáculo, lo llaman, todo lo que produce diversión y ocio llena nuestros espacios desmesuradamente. Incluso cuestiones terribles pasan a ocupar lugares centrales de atención de manera descabellada, incluso obscena, si traen consigo (de una forma u otra) dividendos. Lo expresan las frases elípticas, los consejos de los gurús y hasta las recetas de la cocina cuando reclaman del mundo ser feliz y activo a toda costa. Cuando alguien intenta rebelarse ante este estado insano de cosas, siempre hay otra persona que lo “baja al suelo” de un manotazo: “Lo que ocurre es que han cambiado los códigos de respuesta de hace diez o quince años atrás; ya no valen para traducir lo qué ocurre, lo bueno, lo malo, cómo interpretarse, cómo se ve...las redes sociales arrasan, imponiendo sus normas o la ausencia de ellas, lo políticamente (o no) correcto, su influencia es grande y muy imprevisible”. “Es preciso actualizarse siguiendo los criterios mayoritarios de hoy” (se remacha). Si. Pero ¿cuáles son esos?
“Los del mediocre, los del mediocre”, dice una voz interna. ¿Será verdad? ¿Habrá que transmutar reglas asumidas de unas generaciones por las de las otras llegadas después sin filtro previo? Puede. Porque, a lo mejor, eso es lo necesario en la cultura en la que estamos instalados. La de la liviandad. La de lo relativo. La del camaleón que cambia de color según las exigencias del instante.
Aparece, entonces, un concepto llamado aldeanismo que tiene que ver con una manera raquítica de ver las cosas. “Niñas, niñas, no copiéis, aunque con ello aprobéis los exámenes; aunque os convenga, tened más categoría” (nos inculcó aquella profe de nuestra adolescencia a la que adorábamos por sus clases, por su cosmopolitismo, por sus ideas avanzadas). ¡Qué diría ahora, entre tantos “copiones” de la vida, del esfuerzo, del mérito de otros y hasta de la historia profunda de un pueblo y de una organización!
Pero no nos pongamos transcendentes. Es verano y es tiempo del buen pasar, de calor y vacaciones, de baños de agua y de sol. De fresquito de tarde-noche en terrazas. De grupos. Algunas regiones y ciudades necesitan proyectos colectivos que las aglutinen para dejar de mirarse el ombligo cada uno con su gente, tan solitarias.
Carmen Heras