Me hablan de una serie de experiencias estupendas en las que intervienen personas con una cierta edad, como la de los “abuelos prestados” o la de interconexión de residencias de mayores con colegios de niños. Sirven para, entre otras cosas, contrarrestar la soledad no deseada y sentida como tal. En la primera, los adultos cuidan de los peques unas horas al día como si fueran sus abuelos; en la segunda, los mayores leen cuentos a los escolares. Ambas se fundamentan en una investigación realizada por la Universidad de Harvard cuyas conclusiones son que tener una buena convivencia con otros es ganar en años de vida. Lo cual, si lo pensamos, resulta bastante lógico, por otra parte.
Me gusta relacionarme con personas jóvenes, al menos de menor edad que la mía. No siempre fue así. Cuando tenía 10 o 11 años mis dos amigas preferidas tenían cuatro y seis años más que yo. No sé muy bien el por qué ellas dejaban que las acompañase, pero lo cierto y verdad era que nos lo pasábamos muy bien y yo aprendía muchas cosas interesantes. Sus conocimientos sobre algunos misterios del amor y la vida pasaron a mí de una manera natural y siempre les estaré agradecida por ello. Luego yo marché a la universidad, ellas se casaron y la relación se enfrió, pero siempre recuerdo con cariño aquellos días de amistad.
Ahora que en mi entorno yo soy una de las mayores, mi relación es, a la fuerza, con personas de menos edad que la mía. Y me vuelve a ocurrir algo parecido, pero a la inversa, que me llevo muy bien con muchas a las que supero en años. Me reconforta, me mantiene alerta, me vitaliza; disfruto mucho conversando e intercambiando nuestras opiniones. No perdiendo de vista lo actual.
Observo que “ahora” los individuos de una misma generación no siempre tienen posturas semejantes. Se ha pasado de un mimetismo absoluto en las costumbres a una especie de “anarquía” en las mismas, que permite comportamientos distintos, dentro de la misma sociedad y de los mismos roles, como se permiten diferentes modelos en el vestir. Una amiga me dice que a veces se siente marciana en su trabajo, porque los códigos de conducta de los profesionales (que se supone que han de ser uniformes frente al colectivo con el que trabajan) son totalmente distintos de los suyos, sin explicación.
Así que si los humanos andamos despistados o dispersos, figúrense aquellos que nos observan e intentan emularnos. La información brutal que entra en nuestras vidas por cualquier resquicio nos pone en contacto con patrones diferentes, difíciles de cribar y priorizar. Quizá por eso nos agarramos a aspectos específicos de la vida, por cercanos (si nos incumben específicamente a nosotros) o por lejanos (si nuestra íntima intención es evadirnos de cuestiones próximas insufribles). Tenemos “tribu” para no implicarnos en causas de interés común y “generalidad” para apoyar asuntos lejanos similares a los de aquí a los que dejamos pasar sin pronunciarnos.
Los hay que solucionan todo ello agarrándose a una determinada estructura u organización, bien sea en el escenario del trabajo, del ocio, de las ideologías. Los hay que buscan en los viajes aquellas respuestas que no les da el entorno, los hay que caminan y los hay que corren. Y así.
Carmen Heras
