Tendemos a buscar identidades bajo los auspicios de las ideas; sin ellas nos sentimos vacíos, puesto que gracias a su luz, iluminamos el aura personal con el que queremos diferenciarnos del resto. Las ideas nos otorgan notoriedad, entendimiento, conocimiento, pero también oscuridad, dogmatismo e intransigencia.
En estos días de incandescente actualidad, donde el tono exacerbado del discurso político promovido por una demagoga clase de hombres de Estado que no parecen estar a la altura de circunstancias, conviene reflexionar sobre esta dualidad paradigmática de la cuestión ideológica, para así no caer en el embrujo de la manipulación a la que estamos sometidos en este período de mercadeo electoral.
Debemos estar calmados y pensar soberanamente desde nuestra propia razón: nos jugamos mucho, una concordia que con las limitaciones propias de un modelo de democracia relativa, ha sido y sigue siendo un escenario repleto de libertades nunca antes vista en nuestro país.
Ante esta excepcional situación donde los enemigos del Estado recorren todos los caminos posibles, hacia delante y hacia atrás, desde dentro y desde fuera, hemos de vacunarnos frente a los extremismos, puesto que todos ellos en su conjunto se nutren del lado oscuro de la ideas para crear masas en vez de ciudadanos libres.
El imperio de las ideas, es decir, el ideario intransigente llevado al extremo más absoluto, nos cosifica como diría el maestro Sábato, nos diluye en la inmensidad de la multitud; el mayor problema de esta circunstancia, estriba en el hecho de que la masa tiende a embriagarnos hasta hacernos perder el contacto con la vida concreta, es decir, la identidad individual. Es el suicido del individuo, un suicido inducido por un grupo selecto de personas que orbitan en la élite de las organizaciones políticas, y que nos lleva a prescindir del mayor de los tesoros que poseemos los seres humanos, la libertad de elección.
Del mismo modo debemos tener en cuenta que el hombre es un animal sociable, y por lo tanto tiende a agruparse, y eso implica necesariamente un cambio de comportamiento que le lleve a la armonía frente a los prójimos (recordemos el límite de la concordia: la libertad de cada individuo acaba cuando empieza la de otro). Esa es la enorme paradoja de este debate: ¿hasta que punto estamos dispuestos a sacrificar nuestra propia voluntad individual a favor de la voluntad comunitaria? ¿Es nuestra intención entregar nuestra vida en PRO de un ideario concreto, es decir, una abstracción teórica a veces irrealizable en todo sentido?
Precisamente, relacionado con esto último, hay que subrayar otro factor importante, y es la cuestión práctica: en un mundo como el actual, la materialización de las ideas ha producido un escenario muy concreto y consolidado, con sus vicios y con sus virtudes. Cualquier idea utópica que venda una ruptura con el sistema del capital, está condenado al fracaso. Cuidado por lo tanto con la perversión venida de las ideas utópicas; no tiene recorrido alguno desde un punto de vista pragmático.
Teniendo en cuenta estos condicionantes, sostengo una tesis de comportamiento político: para valernos del servicio de las ideas en favor del progreso y bajo un plano de concordia, es necesaria una relativización de la importancia del ideario, por mucho que aquellos que viven de la política, traten con él de hacer bandera; téngase en cuenta las excentricidades que estamos escuchando últimamente en todo el espectro ideológico de la “Nueva Política”, una manera falaz de mendigar los votos.
Seamos inteligentes y no nos dejemos embaucar por el sonsonete cansino que nuestros oídos están deseando oír (populismo le llaman), y actuemos responsablemente: la mesura debe ser la brújula que nos mueva en la aplicación de un criterio pragmático en forma de ideas a las que queramos abrazar para tomar nuestras decisiones políticas, siendo el equilibrio razonable el único camino posible. Acentúo esto último ya que realmente, los radicalismos son los que precisamente tienen en la doctrina del credo su arma de destrucción masiva. El ideario populista es un mantra para los que profesan su fe, y los grupos que los componen, una masa de fanáticos intransigentes que llevan a la confrontación social. En este país maravilloso en el que vivimos de eso sabemos ya un rato. No sigamos cayendo en los mismos errores patrios, y mandemos al olimpo de los mediocres a esta camada de exacerbados oradores de púlpito.