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LA PUERTA DE TANNHAUSER

El escritor y la muerte. Homenaje a Jorge Luis Borges (I)

30 de Agosto | 12:08
El escritor y la muerte. Homenaje a Jorge Luis Borges (I)
El veinticuatro de agosto de mil ochocientos ochenta y nueve nace en la ciudad de Buenos Aires Jorge Luis Borges.

A pesar de que su obra es para mi de reciente descubrimiento, (solamente había leído hasta hace unos meses algunos fragmentos de su mítico cuento El inmortal a propósito de un ensayo sobre la obra de Schopenhauer), parece como si siempre hubiera existido en mi interior. ¿Será que por momentos me recuerda a otros autores de cabecera como H.P. Lovecraft? ¿Será que un schopenhaueriano declarado como es mi caso, vislumbra en su manera de escribir la influencia del genio de Danzing? ¿Será que existen los arquetipos literarios, y que gracias a ellos, nos vemos encadenados a ciertos escritores?  

Sea como fuere, la realidad es que he quedado tan prendado por su aura, que siento cierta necesidad de homenajear los ciento diecinueve años del nacimiento del mito con este pequeño cuento de influencia borgiana, y que en otra entrega de esta columna pasaré a analizar.

Me ha parecido un juego bonito el usar un medio periodístico para publicar este relato-homenaje tal y como hiciera el autor porteño con sus primeros escritos, editados todos en el diario argentino “El País”.  

Juzguen ustedes si realmente vale la pena el intento. 

****

En el año mil novecientos noventa y siete sucedió un hecho extraordinario, un suceso que ha permanecido oculto al mundo hasta hace muy poco tiempo, y que solamente yo conozco gracias a un hecho fortuito que voy a compartir bajo estas líneas.

Hace un mes aproximadamente me encontraba sumido en un momento delicado de mi porvenir literario. Creía haber finalizado ya una etapa de mi vida en la que los libros de poesía habían sido el centro sustancial de mis intereses, tanto en la lectura como en la escritura, y empecé a buscar algunos nuevos caminos para recorrer.

Estuve reflexionando un tiempo al respecto, y entonces, no sé como se me vino a la memoria la existencia de un libro del que un antiguo amigo me había hablado algunos años atrás.

Su título era Ficciones y su autor, un viejo escritor porteño casi desconocido que firmaba como JLB. Según contaba mi amigo, bajo ese enigmático título, se recogían una serie de cuentos fantásticos de una belleza inigualable nunca antes vista, y que probablemente, nunca más se volvería a ver nada parecido.

En varias noches sucesivas, no pude dormir por la inquietud que me había provocado la enorme curiosidad de aquel texto perdido. Incluso, cuando lograba dejarme vencer por el sueño, por mi cabeza circulaban extraños pensamientos en donde siempre acaba por aparecer ese inquietante libro. Aquello se convirtió en una auténtica obsesión para mí; tenía que hacerme con él costase lo que costase.

He de decir que no fue tarea fácil: parecía que el libro jamás hubiese existido, y que realmente se tratase de una de las múltiples ocurrencias de mi viejo amigo, pero después de mucho buscar, encontré una reseña en los archivos de la Biblioteca Nacional que mencionaba la presencia de un ejemplar perdido en cierto sitio de Buenos Aires.

Gracias a las pesquisas realizadas aquí y allá, puede contactar con ese lugar de culto literario, una vieja librería bonaerense situado en el barrio de Palermo que decía poseer un ejemplar de la citada colección de cuentos, uno solamente, que además, era una primera edición.

Me escribí con su librero un par de veces, un señor muy amable con el que enseguida llegué a un acuerdo razonable, y a las dos semanas, ya disponía en mi hogar de aquel extraño texto titulado Ficciones.

El libro había sido editado de forma cuidada: de aspecto casi artesanal, el ejemplar estaba vestido con una cubierta formada por dos consistentes tapas duras de un material que parecía cuero, y sin ningún texto sobre ellas salvo el título de la obra que aparecía grabado sobre su lomo.

Las páginas, elaboradas con una extraordinaria calidad y dureza, acaso alguna vez fueron blancas, pero ahora estaban impregnadas por ciertas betas marrones que marcaban en el papel el paso de los años, algo que se corroboraba por el olor a cerrado que desprendían los pliegos al abrirse. Tras dos de ellas sin ningún texto a la vista, apareció la primera página con el título de la obra y una fecha, mil novecientos cuarenta y cuatro, todo escrito con una caligrafía barroca muy bella. No había prólogo, salvo unas breves notas introductorias que explicaban muy someramente el sentido de cada una de las historias, todas inventados aunque algunos de ellas con un trasfondo de realidad totalmente desvirtuado por la ficción onírica, tal y como el autor aclaraba.

El índice era un curioso mosaico de letras en forma de espiral donde se citaban sus dos partes, El jardín de los senderos se bifurcan y Artificios, ambas con su colección propia de cuentos nombrados mediante esa extraña forma caligráfica que se perdía en el centro de la cuartilla con el último de los títulos, una llamada diferente al del resto de los allí recogidos por ser realmente una anotación manuscrita.

Me fui directo a ese relato de nombre El escritor y la muerte, y como sospechaba, lo que me encontré fue una narración agregada a posteriori en las páginas finales del libro, y que contaba literalmente el siguiente testimonio:

La casa ya huele a café recién hecho, y el escritor, por fin, decide levantarse de la cama.

Ha pasado otra noche más en la soledad de sus pensamientos, otra noche, sin hacer nada; parece como si las ganas de contar se le hayan ido para siempre. No se atisba en su interior el sosiego necesario para ponerse a escribir delante de una página en blanco. Definitivamente, parece que el talento le haya abandonado por completo.

Es extenuante su tedio: tampoco descansa, ni puede leer demasiado durante las largas noches en vela a pesar de que dos o tres novelas le acompañan siempre en su mesita de noche: el deseo de no hacer nada cuando es la Nada la que le impregna por dentro, es un mal para el que no existe cura.

Bebe despacio de la taza con la intención de malgastar todo el tiempo que le sea posible (sospecha que hoy no va a ser un día diferente al que le aconteció ayer), y como de costumbre, tras el último trago, se sienta en el escritorio esperando que las palabras vuelvan a fluir naturalmente.

Así pasa varios minutos, sin escribir nada, sin pensar en nada, mirando al vacío de la pantalla.

La tenue esperanza de volver a sentirse escritor, si es que alguna vez fue algo parecido a eso, se evapora muy rápido. Desesperado, decide levantarse de la silla. Así, quieto y desorientado, se pierde en la inmensidad de su propia biblioteca, mirando a su alrededor como buscando una puerta que le permita salir de allí, aunque lo único que ve es un mar de libros que ahora parecen no decirle nada. De pronto, uno de los ejemplares empieza a brillar en una perdida estantería como si fuera una perla escondida entre la multitud grisácea de miles de títulos diversos, uno en concreto, un libro extraño de cubiertas duras en cuyo lomo se puede leer la palabra Ficciones escrita con letras doradas.

Abre el libro con sumo cuidado y apunta al azar entre la espiral de nombres conjuntos. Sus yemas han caído en uno de ellos, el titulado Las ruinas circulares, y empieza a leerlo, pero su lectura no trasciende más allá de la primera frase del texto, esa que dice: Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche(...).

De esta manera, cae fulminado por un sueño que lo lleva lejos; en él, ve nítido como la luz del día, a un viejo que navega con una canoa por un río que recorre una frondosa selva. Su cuerpo, semi de pie sobre el casco de la pequeña embarcación, está casi desnudo exceptuando la pelvis, que yace tapada bajo un trozo de tela muy pequeño. Toda su piel es un tatuaje grandioso decorado con figuras y símbolos extraños, y su cara, seria y alargada como la de un caballo, la cubre una fina capa de polvo dorado. En su mano derecha lleva un remo con el que se impulsa por el cauce del río sin perder el equilibrio.

El viajero llega a un remanso y se zambulle en sus aguas. Emerge del fondo después de unos segundos y nada sosegadamente, hacia delante y hacia atrás, bajo la luz de una luna brillante muy intenta que más que una luna parece ser un sol en el ocaso del día. Los rayos rúbeos se confunden con la negrura del cauce, y de esa confluencia de colores, surge en el interior del río un agua dorada que escupe chorros como si fueran lenguas de fuego. De ellas, fluyen un sin fin de plumas de diversos colores que forman la cola de un bellísimo pavo real que se contornea sobre la superficie.

Así acaba el sueño; el escritor despierta sobresaltado, con la vista ahora perdida en una de las últimas páginas del libro que descansa sobre la mesa del escritorio.

Sobre ella, hay anotadas con su propia caligrafía una secuencia de dígitos en la que el protagonista es el número nueve repetido en series de una cifra, dos, tres...así hasta el infinito.

Se queda perplejo ante semejante hallazgo intentando buscar una explicación lógica por lo que veían sus ojos, pero no encuentra ninguna razón posible.

Su vista queda perdida en esa serie que ha debido escribir mientras dormía, pero de pronto, ante semejante maraña de números, empieza a ver un cierto sentido semántico, hasta el punto de creer haber encontrado un recóndito lenguaje, que por suerte, el sueño le había regalado.

Lo que lee ahora (más bien observa) el escritor, es difícil de explicar con palabras, de hecho, el lenguaje que se le ha revelado entre sueños, adolece de ellas. Lo que ve su mente son imágenes concretas que voy a intentar describir.

En el primer tercio de la serie, el escritor descubre la situación de un velatorio: es una habitación lúgubre repleta de ramos de flores con una mujer que vela el cadáver de un joven que descansa sobre un lecho. El muerto viste un traje de chaqueta y corbata propio para la ocasión. La mujer, igualmente, está engalanada con un vestido de luto riguroso. Su rostro está cubierto por un velo negro. Se le oye sollozar, y exclamar al mismo tiempo que deja caer sobre el pecho del difunto una corona de laureles: ¡Sin ti, ya nada tiene sentido! ¡Sin ti, todo está perdido!.

Más abajo, las repeticiones del número nueve le muestran al mismo joven, pero ahora adentrándose en un pasillo en el que las paredes y los techos están cubiertos por miles de espejos. El joven escucha murmullos y unos pasos que parecen venir de lejos. Ante la amenaza, huye despavorido hacia el lado opuesto del corredor, y en la huida, el joven mira a uno de los espejos; el escritor que está leyendo la historia cree recocerse a si mismo reflejado sobre los cristales.

En la última parte de la serie, el escritor puede verse nítidamente en el mismo instante en el que estaba descifrando el extraño lenguaje encriptado, que se esconde debajo de la secuencia del número nueve. En la visión, levanta la vista del libro y mira hacia la puerta; alguien ha golpeado la madera hasta tres veces, tras lo cuál, se le oye correr por el pasillo que se esconde tras las paredes de su biblioteca. 

Ahí acaba el extraño relato que quiero compartir contigo y al que he agregado mi propio testimonio añadido como fragmento póstumo al de mi predecesor, el escritor que encontró la muerte tras leer y soñar el libro titulado Ficciones, justo como en mi caso, porque mi fin está encadenado al suyo. Yo ya he escuchado mi llamada, ahora solamente me queda acabar de escribir estos párrafos para que tú, lector atrevido e inconsciente, puedas hacer lo propio cuando te llegue la hora, justo en el mismo momento en el que escuches como tu puerta es golpeada hasta tres veces...

 



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