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Opinión-Editorial

El fuego amigo

15 de Marzo | 13:32
El fuego amigo
Cuando se ejercen responsabilidades en una organización, sean públicas o privadas, más aun si se trata de cargos públicos o políticos, uno de los peligros más reales a los que hay que atender y a los que hay que estar alerta es al llamado “fuego amigo”

En la jerga militar, “fuego amigo” o “fuego aliado” es aquel ataque, disparo o bombardeo que proviene del propio bando en el que uno milita, bando al que la víctima está defendiendo y no atacando. Se trata de incidentes fortuitos que se producen siempre bien por errores en la identificación del enemigo, fallos en la coordinación de las fuerzas o desconocimiento del terreno en el que se está actuando. Además, la confusión que envuelve el campo de batalla, la presión de los soldados en el combate, el saber que se están jugando la vida, aumenta los errores y, con ellos, la posibilidad de equivocarse de objetivo. El resultado puede ser, en muchas ocasiones, devastador para quien lo recibe, pues son inesperados y se reciben siempre por donde menos puede esperarse y más seguro se cree. 

Ha sucedido siempre y en todas la épocas y lugares. Desde que existe la guerra y los enfrentamientos, la tensión del combate crea un ambiente que empaña las percepciones y, con ello, surgen los errores. Durante la batalla de Chancellorsville, en la guerra civil estadounidense, el general confederado, Thomas “Stonewall” Jackson, fue tiroteado accidentalmente por sus propios hombres cuando regresaba de una misión nocturna de reconocimiento. Murió a los pocos días y con él se fue no solo uno de los más prestigiosos generales de la historia de los Estados Unidos, sino también, quizás, ese hecho pudo cambiar el curso de la guerra. 

Pero cuando nos referimos a los ámbitos civiles que antes indiqué, la denominación de “fuego amigo” es otra bien distinta. Y lo es porque ya no aparecen todos y cada uno de los elementos que lo caracterizan en lo militar. Nuestro mal llamado “fuego amigo”, al que nos referimos, no es accidental, sino intencionado. No hay errores, no hay fallos, no hay buena fe, ni falta de intencionalidad. Son ataques directos y premeditados dirigidos contra personas o equipos. Actúan como una navaja que se clava en la espalda para terminar y hacer desaparecer del escenario a aquellos que estorban en el logro de los objetivos personales del grupo que lo realiza o de la persona que lo ejecuta. 

En los campos de fútbol es tristemente habitual que una parte del público increpe a los equipos y aficiones rivales. Podríamos aceptar, aunque sea una pésima y nada deportiva práctica, que de alguna manera es inherente al radicalismo y la violencia que parasita injustamente el deporte. Pero cuesta entender los abucheos, insultos, descalificaciones, amenazas y agresiones que puede sufrir un jugador del propio equipo por parte de su supuesta afición. Cuando la intensidad del rival exige del jugador precisión y concentración, someterle a la presión adicional de la hostilidad de la propia afición, no parece lo más recomendable ni, desde luego, lo más inteligente para mejorar y facilitar su juego. Al contrario. 

Si el evangelio de San Mateo ya anunciaba que “los enemigos del hombre serán los de su casa”, el “fuego amigo” se produce constantemente en la casa de todas las organizaciones ya sean empresariales o políticas, siendo en estas últimas donde cobra tintes personales más dramáticos por la añadida exposición pública con la que se suele rematar la faena. 

Se cuenta como una anécdota protagonizada por Winston Churchill y un joven parlamentario de su partido, el cual, acercándose al escaño del primer ministro para mostrarle su admiración, no se le ocurre cosa mejor que decir: “Nunca pude imaginar que un día yo estaría sentado junto a usted y frente a esos bancos laboristas en que se sientan nuestros enemigos”. Nuestro avezado líder, asombrado ante la miopía e ingenuidad del joven, le respondió: “No se confunda usted, son nuestros adversarios los que están enfrente; nuestros enemigos se sientan detrás”. Sir Winston Churchill identificaba perfectamente como adversarios a aquellos que concurren en la búsqueda de objetivos comunes y, por eso, se enfrentan, ya sea en el mercado, en los procesos electorales, o en el debate político. Los enemigos, sin embargo, se enfrentan porque el objetivo de cada uno de ellos es la destrucción del otro. Los adversarios saben que su conflicto tiene reglas y límites infranqueables en donde todo no vale. Para los enemigos, cualquier procedimiento es válido. 

Y suele suceder frecuentemente que, tras las buenas formas, las palabras de elogio y de reconocimiento, los abrazos, los fraternales ademanes, los buenas caras y diferentes cumplimientos, se tengan enemigos a los que equivocada o ingenuamente se les considera como amigos. Los más peligrosos y voraces enemigos suelen estar entre los compañeros de empresa, de partido o de bancada. 

En este sentido, el político italiano Giulio Andreotti, describía con acidez que “hay amigos íntimos, amigos, conocidos, adversarios, enemigos, enemigos mortales y compañeros de partido”. Todo un aviso. Y, efectivamente, en la política sucede que los peores pleitos, rencillas y enfrentamientos se producen dentro del mismo partido. Abundan los golpes bajos y las zancadillas y, son, además despiadados, porque los contendientes se conocer bien, saben sus secretos, debilidades y pasiones tanto económicas como privadas. 

Mucho de esto se debe a cómo se configuran los equipos y las organizaciones políticas. Es sabido que la política hace extraños compañeros de cama. Cualquiera puede acceder a la militancia política, a la afiliación en una organización política, a componer equipos de trabajo en su seno y a desarrollar una actividad determinada en ella. ¿Pero se trata realmente de equipos? 

No pretendo dar una respuesta única, sino que cada lector saque sus propias conclusiones. Los equipos realmente eficaces son aquellos que tienen un objetivo común, una meta ilusionante hacia la que trabajar y dedicar sus esfuerzos. Los equipos políticos, sin embargo, tienen obviamente, una meta común: ubicarse en la estructura de la organización y controlarla, ganar congresos internos, ganar elecciones, formar gobierno, sacar leyes, diseñar proyectos, hacer propuestas, y muchas cosas más. Pero una solo ilumina todo eso: asentarse en el entorno del poder. Obsérvese que la política se ha convertido, cada vez más y en todas las organizaciones y partidos, en destino donde se instalan personas que quieren vivir de ella porque no han encontrado ningún otro lugar o profesión a la que dedicarse. 

Esa necesidad básica, el propio sustento y la supervivencia, es el desencadenante de estar dispuesto a disparar contra quien haga falta, de esparcir la duda sobre los demás, de manipular hechos y circunstancias y propagar falsedades interesadas. Llegar y estar es una aspiración de muchos y a lo que pocos llegan. Por eso, eliminar competidores, colocarse por delante de otros aspirantes es fundamental para lograrlo y mantenerse en ese estatus. Usar cualquier método para conseguirlo es una práctica tan habitual como inmoral. 

Los peores comportamientos humanos suelen darse bajo el amparo de un grupo al que se pertenece y que tolera o incentiva esos comportamientos. Poco pueden hacer en este contexto los políticos vocacionales. Aquellos que su única aspiración es aportar su experiencia y conocimientos para mejorar la sociedad en la que viven, sus carencias y necesidades, corregir injusticias,  suprimir abusos y, por qué no, el reconocimiento ciudadano. Les es necesario estar acompañados, guiados y entrenados por alguien que les recuerde quienes son, por qué y para qué están ahí. Alguien que les impida ser víctimas del sistema en el que van a desenvolverse y que les facilite encontrarse y reencontrarse las veces que sean necesarias. 

Cuando se abre el fuego amigo, los cainitas suelen disfrazar sus críticas más voraces de santa indignación, de honestidad comprobada, de rigor político, de exigencia social, de defensa de los valores que ni siquiera honran. Cualquier justificación les es válida. Pero los cainitas solo buscan el provecho propio. Quien quiere comer solo es porque quiere comer más. El resto de comensales sobran. 

En política el altruismo no está reconocido. Si las metas personales no coinciden con las de aquellos compañeros de equipo o de grupo, se verán abocados al fracaso y abatidos por la zancadilla y la maledicencia.

 

Se trata del fenómeno de la selección inversa. Se establecen unos criterios de admisión y promoción interna en las organizaciones que atraen a los menos indicados y además repelen a los mejores y más aptos, porque, quizás, esos son precisamente los que ponen en peligro la supervivencia de los mediocres. Siempre se elige a los pusilánimes, a los dependientes, porque es más fácil lograr sus lealtades inquebrantables. 

En política no solo se está sujeto a la opinión ciudadana, que es legítima, y al criterio adverso de la oposición, que ejerce su papel, sino que también se está sometido tanto a las infamias que se difunden a través de las redes sociales, y a la información interesada de los medios, que crean, marcan la pauta y modulan la opinión ciudadana, como a la crítica severa y corrosiva de aquellos a los que se considera compañeros. 

El fuego amigo, en política, es intencionando, dirigido y consentido. El fuego amigo acaba lesionando a la persona, dañando su imagen, su estabilidad emocional y, también, perjudica el entorno más íntimo, en de la familia cercana, los amigos y la presencia y valoración social. Pero lo que es más grave es que impregna y ensucia el ideal político de bienestar ciudadano. 

“En política no todo vale”, ni siquiera en los medios de información política, aunque en algunas ocasiones esta afirmación simplemente sean cinco palabras y nada más.



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