La policía sigue a los grafiteros y está muy cerca de ellos, dicen los titulares del periódico. Al menos tres de ellos atentaron (es la palabra usada) contra fachadas particulares y establecimientos comerciales de céntricas calles de Cáceres. El Ayuntamiento ha contratado a expertos calígrafos para descubrir a los malhechores, a la vez que dice haber iniciado una campaña educativa en los colegios – ¡a cargo de la policía! –. También aducen las autoridades que la ciudad cuenta con espacios autorizados para este tipo de... ¿Qué?
Desde hace decenios se discute si el grafiti es arte o vandalismo (o ambas cosas a la vez). La discusión no es fácil de cerrar. De entrada porque poca gente se atrevería a definir lo que es o no es, en general, arte. Lo cierto es que desde, al menos, la década de los 50 en EE.UU, y poco después en Europa, existe esta forma de expresión juvenil, ligada a distintas corrientes musicales y estéticas, a reivindicaciones sociales y políticas, y a una cierta manera de entender la vida y la cultura urbana. De hecho, en torno al fenómeno del grafiti y sus mil variedades estilísticas hay enciclopedias enteras, amén de sesudos ensayos, congresos, festivales y grandes ídolos consagrados como el misterioso Bansky. Yo mismo, con algunos otros compañeros, llevo cada año a los alumnos a Berlín para que, entre otras cosas, conozcan de primera mano – con la ayuda de guías y en maratonianas sesiones – lo más florido del grafiti europeo.
No voy a meterme, aquí y ahora, en ese laberíntico jardín filosófico que es el de la estética. Pero sí me gustaría plantear a los lectores una serie de consideraciones. Una de ellas es la relación que puede (o debe haber) entre arte, crítica y cambio social. Si puede (o debe) haber alguna relación, no sería para nada incompatible – sino, acaso, todo lo contrario – que el arte tuviese ese lado subversivo que lo coloca en los márgenes de la ley. Como tal, la policía debe perseguirlo, por supuesto. Pero también, como tal, el grafitero debe seguir desafiando a la autoridad.
Otra consideración es la de preguntarnos qué lleva a los jóvenes a este tipo de expresión transgresora (más allá de lo que la juventud tiene, per se, de transgresora). ¿Tiene algo que ver con el propio contexto urbano? ¿Con la situación de los jóvenes en los barrios (muchas veces marginales) de las grandes ciudades? ¿Con su modo de tomar – necesariamente, pues no tienen otro – el ámbito público como su lugar natural, e intentar darle su propio toque estético y una cierta función escénica sobre la que desplegar formas identitarias de comunicación? ¿Hay – por demás – sitio y cauces de expresión para estos jóvenes más allá de esas calles que toman como su casa?
Y una última consideración. ¿Qué cosas están permitidas, y por qué, en el espacio público? Es obvio que un grafiti no solicitado en la fachada frente a mi casa es un acto de violencia (me obliga a participar de una experiencia estética que no deseo). ¿Pero no lo es, también, toda la cartelería publicitaria habitual (vallas, letreros, carteles comerciales), los reclamos auditivos, las luces de neón, y todos los demás incontables estímulos al consumo irreflexivo que llenan (infinitamente más que todos los grafitis juntos) cada metro cúbico del aire de nuestras ciudades?
Claramente, la diferencia entre la publicidad callejera y los grafitis no es estética, sino solamente legal. La publicidad inunda los espacios públicos porque los convierte en privados pagando por ello. El grafitero, no. Y no solo porque no tenga con qué pagar. Sino porque acaso entiende – muy legítimamente – que el espacio público es público y que debería usarse para cosas más importantes que el simple (y omnipresente) negocio. Por ejemplo: para el arte, para la expresión de emociones, para la diversión, para la reflexión crítica... O para la reivindicación de las ansias de cambio...
Creo, en fin, que si yo fuera grafitero – y aún a riesgo de que la policía me diera talleres educativos en la escuela – también pensaría que las calles son... para los que se la viven. ¿No está mal como lema, eh?