Durante el siglo XIII, en dos ocasiones se presentaron las tropas mongolas de Kublai Khan frente a las costas de Japón. Desde luego las intenciones de las mesnadas del quinto y último Gran Kan de Mongolia no eran nada buenas, tan solo invadir el país nipón, ahí es nada. Desde luego la invasión parecía algo inevitable. Los japoneses no estaban preparados para soportar las acometidas de las tropas mongolas, por lo que los dioses se vieron obligados a intervenir.
En el año 1281, cuando los navíos mongoles se encontraban frente a las costas de Kyushu, los dioses intervenían en el asunto. Tras las plegarias recibidas, un tifón azotó durante dos días la costa japonesa, arrasando de este modo las naves mongolas ante la mirada atenta de su autor, Raijin, dios de los truenos y los rayos. Este fabuloso viento capaz de tragarse a prácticamente la totalidad de las naves mongolas fue conocido como Kamikaze, el Viento Divino.
En el año 963, Ricardo I, duque de Normandía, se vio obligado a pedir ayuda a los daneses y noruegos para de este modo poder presentar batalla al rey de Francia. Una vez firmada la paz, algunos de estos vikingos decidieron asentarse en los territorios del duque y vivir tranquilamente abrazando al cristianismo. Sin embargo, muchos de ellos prefirieron seguir su viejas costumbres y tradiciones, por lo que al bueno de Ricardo no se le ocurrió otra cosa que aprovisionarlos y mandarlos a España. Era el año 966.
Lo que no esperaban estos belicosos vikingos, es que el famoso Kamikaze que unos cuantos años después devastaría a los mongoles, se encontrara por tierras gallegas. Según cuenta la tradición, cuando las gentes del lugar vieron arribar las naves vikingas frente a las costas de Lugo, corrieron a avisar a Gonzalo, un obispo con fama de santidad.
Don Gonzalo, seguido de sus fieles, subió a un monte cercano, desde donde se divisaban los navíos piratas. De rodillas, y con su báculo apuntando al cielo, morada divina, comenzó a rezar sus plegarias, mientras todos los feligreses asistían estupefactos al milagro. Poco a poco, el Viento Divino surgía de la nada azotando las costas lucenses igual que haría años después con las costas de Kyushu. Uno a uno, los barcos vikingos fueron engullidos entre agua y viento. Finalmente el obispo Gonzalo fue misericordioso, y dejó alguna que otra nave a salvo, más que nada para que sirviera de escarmiento al resto de vikingos y se lo pensaran dos veces antes de volver intentar saquear aquellas costas.
En una de las paredes de la iglesia de San Martín de Mondoñedo se pintó un fresco para que quedara constancia del maravilloso milagro, pero por desgracia el paso del tiempo lo ha deteriorado tanto que tan solo queda un pequeño fragmento, una auténtica lástima.
Por su parte, en la cumbre del pequeño monte donde el Obispo Gonzalo invocó al Viento Divino, se erigió una pequeña capilla con una placa conmemorativa de tal hecho, capilla en la que se celebra una romería todos los lunes de Pascua de Pentecostés.
Dos bonitas y curiosas leyendas, tan distantes como cercanas. El Viento Divino sopla por doquier…