Porque eres mía...

Y me lo dijo mil veces, me lo susurro despacio rompiendo el pesado silencio con su boquita chica: —porque eres mía...

 

Y me lo imprimió en la memoria a fuerza de repetirlo, me lo tatuó en la piel a base de caricias u hostias de mano abierta; según el día. Me lo grabó a fuego en el corazón con ternura disfrazada de malicia. Me incrustó su frase favorita expulsada por su cavidad sin dientes: —porque eres mía...

 

Y me quitó mis sueños y me convenció de que no valía. Y yo me creí que la fregona, el hogar, los niños, el marido... eran la mejor alternativa.  Y me sentí un cero situado justo a la izquierda de la nada, un florero colgado del brazo de turno y una pata quebrada en casa; según la conveniencia del momento y de las tres palabras: —porque eres mía...

 

Y si en algo destaqué lo ocultaste en la ignominia. Lo mío era tuyo y lo tuyo por supuesto, no era mío. Algunas veces me obligaste a ocultar mi nombre en mis brillantes trabajos, otros quedaron injustamente adjudicados a quien no se lo merecía. Porque yo no era nadie, porque carecía de inteligencia, porque me creí una sabia y tú me mirabas como una basura en el convencimiento de: —porque eres mía...

 

Y pasaron los años que trajeron los siglos. Y sigo gritando alto y levantando las manos por lo que aún no se ha conseguido. Y me hiere ser mujer objeto y objetivo amputado en sus derechos; un maniquí sin piernas, sin brazos y sin un rostro. Y no se equivoquen a leer este texto, que ni siquiera va dirigido a ningún ser masculino. Mis reproches van dirigidos a como me ha tratado la historia a lo largo del tiempo.  Cada vez menos pero aún la escucho, me lo susurro despacio rompiendo el pesado silencio con su boquita chica: —porque eres mía...

 

Fin.

 

 

©María Martínez Diosdado.