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Opinión-Editorial

En Barrio Centro..

1 de Febrero | 12:37
En Barrio Centro..
Supongo, e insisto, supongo (en ningún momento propongo, impongo, en duda pongo, en aclaración pongo, y tampoco dispongo; simplemente, reflexiono y en ese contexto, supongo), que el error está en considerar, desde el punto de vista del espectador, el reconocimiento a partir del cuadro o de la fotografía. Como en esta tribuna me atañe el arte fotográfico, voy a hacer exclusiva referencia a lo segundo, a la fotografía. En cierta medida, la contemplamos, ya sea artística o perteneciente a nuestro propio álbum, y tenemos la intención o la pretensión de reconocer a partir de ella un entorno, una realidad inmediata, a algún personaje, paisaje o circunstancia. Y me reitero, creo que ahí se encuentra el error del espectador que no admira la fotografía sino que ensimismado la mira como si oteara el horizonte a través de la ventana, o con todo aquello acostumbrado a sus ojos y que no le ofrece más que rutina y costumbre. Por lo tanto, supongo que para apreciar –y no ver- una exposición fotográfica la clave no está en considerar el conjunto como una ristra de imágenes que se ven, se dicen de esta “¡Guau!”, “Pues no me gusta”, o “Sí me gusta”, “Qué buen fotógrafo es, y qué trabajo tan cuidadoso ha realizado”, y fin de la historia. Abandona uno la sala de exposiciones y se toma una cerveza y a dormir. Quizá, y solo quizá –supongo- uno debe ver la fotografía, fijar en ella los ojos y no distraerse con nada, dejar en un segundo plano el mundo en que habitamos porque así y solo así acostumbramos nuestras pupilas al mundo que existe en una imagen de tal dimensión y con tantos elementos. Gracias a ello, podríamos imaginar tener el poder de introducir la mano y sentir la textura, matices, el olor, sabor, de los elementos componentes de la fotografía (o del cuadro, cuando proceda). Una vez realizada esta tarea, salimos de la sala y afuera, en la calle, en las gentes que pasean por la acera, el siguiente paso del objetivo: reconocer en esa realidad la fotografía. Y no al revés. Es decir, no asistir a la exposición para reconocer en la fotografía lo que ya conocemos (“re-conocer”); sino reconocer en la calle la realidad de la fotografía (“re-conocer”). He visitado varias exposiciones de estas características, y la de “Barrio Centro”, hasta hace poco expuesta en la Sala Vaquero de Badajoz (esta tribuna la escribo a finales de enero), me ha brindado la clave de la cata fotográfica.

El autor de este trabajo alejado de lo cotidiano, que tanto ha sorprendido y que en tantos ha calado, es Pedro Casero, artista, fotógrafo y Catedrático de Biología Celular en la Universidad de Extremadura. Mediante un ojo crítico, perspicaz y una inquietud y zozobra que le mantiene observando su entorno, ha construido un paisaje monocromático y meticuloso, que ha depurado multitud de calles pacenses para conseguir –y vaya si lo consigue- centrar la atención y el enfoque en aspectos antes irreconocibles para los ciudadanos. Así, en una calle, a ojos vistas, sucia, moribunda, solitaria, resaltan colores y texturas nuevas habiendo eliminado las previas, y destacando en suma una impresión geométrica y poliédrica que bien puede ser reconocida por el espectador o bien interpretada como una nueva perspectiva del edificio, acera o personaje tan cotidiano y acostumbrado a nuestro ojo. 

Hice un experimento el día de la inauguración. Debido a la extraña inquietud que experimenté al contemplar todas las creaciones, me percaté de que una prenda tendida en cualquier balcón de un tejado lejano constituía un personaje más dentro del escenario novedoso y deslumbrante pincelado por Casero. De esta manera, le pregunté a un individuo que qué era lo que más le llamaba la atención de una fotografía en concreto (Terraza comunitaria). Y me confesó que era el cielo azul en una gama degradada –a estos detalles no alcanzo por mi lamentable daltonismo- sobre un conjunto de tejados inapreciados desde la vivienda, pero tan geométricos, relevantes e imprescindibles en la fotografía. Me devolvió la pregunta, intrigado por el hecho de que se la hiciera, y yo, tajante y atrevido, le respondí que el gato. En primer lugar porque los gatos en sí, como animal, no me llaman la atención. Básicamente los evito al toparme con ellos en la ciudad. Pero que como personaje literario siempre me han interesado (admiro la aparición del sonriente que pende de una rama en la historia de Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas; me fascina El gato negro, de Edgar Allan Poe; y es sobrecogedor el orfeón diabólico que teje el telón de fondo de una metáfora sangrienta en Custodia y los gatos, de Miguel Murillo Gómez). Por ello, sobre una gama de colores vivos es sobresaliente y angustioso observar un fiero gato negro, clavando la vista en el espectador. Por lo tanto, mi intención al contar este episodio es defender la idea de que las fotografías, así como cuadros y creaciones pictóricas, no son obras inertes y por tanto muertas (en caso contrario, serían básicamente <<bibelots>>, objeto muy presente y denostado en la obra de Jardiel Poncela), sino que cuentan historias, están ahí para sugerirnos palabras e ideas, nos transmiten emociones y nos pueden impactar en mayor o menor grado. (Esto depende de la calidad de la exposición de que se trate, por supuesto).

Y qué decir de títulos que se han quedado en mi memoria por el escalofrío del espinazo. ¿Cómo es posible que empaticemos con un personaje que no es más que un elemento de la imagen? Me preguntaba yo esto en la inauguración, sobre todo al detenerme en Laura sentada –chica sentada en un plano de figuras continuadas sin diferencias, que desprenden tristeza, quietud y, en definitiva, soledad-. Y qué decir de Frutería, un hombre detenido, con una mano sobre la cabeza –quién sabe si en un ademán de pesadumbre, de calor, sueño, o un mero picor molesto en la sien-, en un enclave demasiado cotidiano: junto a una frutería corriente, esquina en la calle Suárez Somontes, y perpendicular a Martín Cansado. ¿En qué tiene que fijar uno la atención para poder decir que la citada fotografía es bonita o no? (Juicio, a mi modo de ver, un tanto arbitrario, simplón y molesto porque más que evaluar, estaríamos devaluando un intenso y forzoso trabajo y se aleja de las verdaderas intenciones artísticas). Y sobre la misma, podríamos plantearnos otra cuestión: ¿podría haber sido tomada a primeras horas de una mañana de primavera en la que la gente no ha madrugado, un sábado, por ejemplo; o una tarde de verano, al danzón de la chicharra y el lamento del perro? (A decir verdad, el individuo viste camisa de manga larga y por encima un jersey…) 

Con estos comentarios de un inexperto en la materia, quiero defender el arte de la fotografía como un vehículo capacitado para contar historias, para interpretar e incluso criticar la realidad, para poder contemplar el entorno con ojos distintos. Felicito a Pedro Casero por el trabajo tan perfeccionista, pulcro, inmaculado, detallista, que ha sabido enfocar adecuadamente su propia ciudad, despreciando aquellos matices inferiores y resaltando características que ahora cobran vida, poseen su propio color, y conforman un juego cromático que destella haces de luz –sobre todo luz- y voces paralizadas en el tiempo. 

Concluyo con una frase definitoria –Pedro Casero lo define todo con palabras e imágenes, dado que es un artista conceptual, investigador y exigente-, que resume lo que acabo de contar: 

<<Los seres humanos nos desenvolvemos en un paisaje poliédrico dominado por planos que delimitan un espacio vital diseñado a propósito y que responde a un desarrollo histórico consecuencia de una íntima relación de vecindad. Calzadas, aceras, fachadas, azoteas, tejados, puertas, etc., son facetas de esa realidad poliédrica donde la luz se transforma en color y confiere expresividad al conjunto. […]>> 

Pedro Casero, <<Barrio Centro>>.



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