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Incordios

10 de Diciembre | 11:18
Incordios
Mi espalda resentida por unos insoportables dolores había conseguido hacer migas con el viejo colchón, y Morfeo me había tendido la mano durante cuatro horas seguidas en las que mi respiración era signo de la relajación más absoluta y de la indiferencia por el mundo; cuando, súbitamente, sin una premonición, carente de una preparación previa, sonó insistentemente el telefonillo de mi edificio. A pesar del enajenante sonsonete arrítmico y falto de armonía, Morfeo me agarraba más fuertemente la mano y sudaba goterones de sangre mientras su frente se constreñía hasta el punto de explotarle el rostro y morir en el intento. En ese instante mis ojos se abrieron y mi yo retornaba a la realidad. Sí. Sonaba el telefonillo sin pausa ni descanso. <<Algún gilipollas quiere tocar las narices porque quiere disfrutar de la noche de una manera inmemorial>>, pensaba irascible y conteniendo la rabia que se estaba adueñando de mi estómago. Hasta que sucumbí a la furia al volver a sonar el telefonillo con el mismo compás que empezó. Agarré un ladrillo, el remedio para las molestias nocturnas que suelo emplear, y nos asomamos a la ventana. Eran las cuatro y media de la madrugada y comprobamos cómo una joven apenas podía mantenerse en pie y tenía apoyada la frente en el cuadro de porteros, y ni se coscaba en el tremendo escándalo que estaba creando en la vivienda. Por mucho que le preguntábamos quién era y qué es lo que estaba haciendo, ella miraba con los globos oculares enrojecidos y negaba cosas ininteligibles. Sin lugar a dudas, estaba borracha y la tajada le impedía razonar. Pese a nuestros intentos por averiguar qué le ocurría, ella, dificultosamente, taladraba palabras y se tambaleaba al moverse. Definitivamente, se sentó en la acera de la calle justo en frente de la puerta de mi portal y allí decidió pasar las horas abrigada por la niebla de la madrugada y por la soledad. Por supuesto, echó la pota, atavío que le faltaba a la acera y para completar la escenita –por cierto que ostentaba unos buenos veintitantos años próximos a los treinta, y su aspecto, aparentemente, era el de una chica normal y corriente, que vendría de alguna cenita movida con final lleno de Larios, JB, rones, encabezada por unos buenos vinos de pitarra y peleones en el ágape, secundados por cualquier otra bebida que acompañaría a la cena… En fin, que más que un ser humano, se asemejaba a un gran barril cervecero incapaz de dar dos pasos. 

Mas, cuál fue nuestra sorpresa al percatarnos de que aquella joven molestísima no era una desconocida salida de algún pub y que, por azares de la vida, había acabado en el portal de nuestro edificio, sino que era una de nuestras vecinas. En mitad de nuestra noche toledana, unos contundentes golpes de puerta nos volvieron a desvelar. Estaban asestando unos aldabonazos en el portalón de madera tratando de abrirlo: la vecina no tenía llaves, las había perdido o bien no las hallaba debido a la cogorza. Tras el portalón, existe una cancela metálica, la cual también la intentaban abrir con la misma dinámica: el ruido ya era infernal y el descanso inalcanzable. Tuvimos que abrir a la vecinita, que iba acompañada esta vez de un individuo amable y educado, un buen samaritano que por lo visto transitaba por el asfalto, topó con ella y la descubrió malamente, sin responder con coherencia y a sus pies, un charco de vómito en el que flotaban las patatas con choco de la cena –le tengo que preguntar dónde cenó, porque los chocos demostraban estar pasados-. El ascenso por las escaleras fue una odisea: ni agarrándose a la baranda era capaz de coordinar las piernas. Los tropezones, numerosos; el aspecto, denigrante; la vergüenza, descomunal. Nos quedamos atónitos y estupefactos, y más aún, si cabe, cuando vimos que llamaba a la puerta de su casa con desesperación y pulsaba el timbre una y otra vez. Le indicamos, pretendiendo insuflarle lógica, que si vivía sola y estaba fuera, nadie le abriría la puerta por muchas veces que llamara. Pero no fue así, porque ya agotada de tanta espera, usó su cabeza de ariete y embistió al pomo y a la mirilla. << ¡Olé! >>, jaleamos nosotros, y el buen samaritano, que tampoco lograba convencerla de que usar la cabeza en los problemas de la vida no había que tomárselo tan literal, decidió, siguiendo con la farsa, poner a Manolo Escobar, una tonada taurina y unos pasos flamencos que la obligaron a seguir haciéndose piteras pretendiendo penetrar en la estancia y sentarse en el sofá. <<Creo que durante la fiesta han estado viendo un documental de la berrea de ciervos>>, sugerí extrañado y no menos jocoso. Desistió. Es, presumiblemente, una joven inteligente y se postró en uno de los escalones. Nosotros retornamos a nuestros aposentos abandonando aquel sainete que nos entretuvo. << ¿Dónde habrás dejado las llaves, muchacha? >>, le inquiría el samaritano, arrepentido de haber accedido a ayudar a la beoda. La otra negaba y negaba con la cabeza. << ¿Por qué no has querido que llamara a una ambulancia? >> Y ella, nuevamente, negaba y sacudía la cabeza a lo San Pedro.
 

El murmullo de la conversación atravesaba las finas paredes de mi habitación y me impedía conciliar el sueño –añádansele mi curiosidad innata y mis orejas superlativas-. Por lo que pude inferir, el bienintencionado transeúnte la convenció para que pasara la noche en su casa y durmiera la mona. Sin llaves no conseguirían entrar en la vivienda y en aquellas escaleras frías y tétricas se le estaba congelando el culo. Decidirían tomar las de Villadiego –no volviera a ocurrírsele arremeter contra la puerta con la cabeza y originar una nueva algarabía-.  Así debió de ser porque a las siete de la mañana el portal estaba apagado y nadie allí había. El paso de las horas, como siempre, gana la batalla, y el signo de la guerra es el silencio, el recuerdo, el cansancio y la huella del líquido estomacal a la intemperie y apoderándose de la acera. Por cierto, las llaves han sido encontradas junto al portalón de madera. La borrachera, la poca luz y las brumas habrían dificultado la visión, creando aquel episodio inminente. El furor y la impotencia ahora están siendo adormecidos, afortunadamente, por The Nocturnes, de Chopin. ¡Bendita música!



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