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LOS RELATOS DE MARÍA

Sebastiana y el secreto de Rogelio

2 de Octubre | 12:06
Sebastiana y el secreto de Rogelio
Ya ha pasado un mes desde el crucero y mi Rogelio sigue revuelto como el salpicón ese de marisco que vende la Puri, la de los ultramarinos. No me extraña. Entre dietas y brebajes para expulsar la verdad, aunque ya saben que lo único que expulsó fueron los langostinos por la parte de atrás, mi Rogelio se me está quedando "escuchumizado". El esqueleto de plástico de la consulta de mi médico tiene más carne que él. Me da lastima mi Rogelio tengo que decirlo, pero, porque en esta vida hay un pero para todo, sigo sin saber que secreto me guarda. Ya me conocen, yo soy mucha Sebastiana y por tanto no dejé de darle vueltas en cómo hacer para averiguarlo. Ese come come que yo tenía todo el día, no hablo de mi "tostá" impregnada de aceite con ajo por la mañana, de mi bocata de tocino a las doce para no caerme desmayada, de mi buen plato de puchero, de mis bollas a las cuatro de la tarde, de..., no sigo que ya me entró hambre; ese come come no, el de la otra clase. El otro era peor porque no encontraba la manera de callarlo en mi interior y eso que probé todas las atenciones con mi Rogelio. Le perdoné sus despistes, sus manchas, sus ronquidos, hasta su olor a viejuno. Lo mimé con manjares y él, solo me miraba con miedo ante lo que me ocultaba. Aquella situación requería algo drástico y no conocía a nadie más drástica que mi vecina Romualda "La punto y aparte". Si ya lo sé, sus métodos no eran los más correctos ni efectivos, pero la desesperación poco entiende de razonamientos.
 
Cogí mi bolso negro y enorme donde llevaba guardados los utensilios de toda una vida para las emergencias. Romualda de que me vio entrar torció el gesto y el ojo tuerto le bailó aún más. Adivinó, por una vez y sin que sirva de precedente, a lo que venía y con su voz ronca de ultratumba me preguntó: —¿Sebastiana, estás dispuesta a todo para averiguar la verdad? No sé quién corrió más si mi cerebro o mi boca, pero un SÍ retumbó por toda la casa.
 
Romualda me cogió de la mano y me hizo pasar a la habitación adornada con el bolo de lámpara con que el que aseguraba vaticinar el futuro del vecindario. Rebuscó en un armario y sacó algo que no esperaba: un muñeco esquelético y con los pelos duros como un estropajo. Después de la estupefacción me di cuenta que era el Kent de la Barbie en horas bajas. "La punto y aparte" rugió de nuevo: —Sebastiana, esto es lo más parecido que tengo a tu Rogelio. Llévatelo y hazle vudú, no te preocupes que el muñeco ya está preparado, todo lo que le hagas a él lo sufrirá tu marido, espero que con ello consigas averiguar lo que se guarda. Cogí esa cosa esquelética de plástico, pagué a Romualda y me fui con mi desesperación sin raciocinio a pensar que hacía con él y por supuesto de rebote, con mi Rogelio.
 
La primera opción fue la que había visto en el telefilm de por la tarde: clavarle alfileres, pero para mí eso no era bastante. Cogí la antigua jeringuilla de mi abuela que había sido practicante, me santigue a todos los Santos y empecé a clavarle la aguja en sus partes. Escondida y a buen recaudo observaba el efecto que producía en mi Rogelio. El pobre se retorcía y brincaba, brincaba y se retorcía, como un niñato "bacalaero" a altas horas de la madrugada. Se ponía recto, se tocaba los huevos, se doblaba para abajo en un espasmo y alternaba los pies en saltos como si matará cucarachas. Al cabo de media hora, salí por sorpresa esperando hallarlo débil y que se le soltará la lengua pero nada. Lo encontré tan frágil que no estaba para preguntas. La siguiente ocasión fui más allá. Metí al Kent venido a menos en agua hirviendo mientras mi Rogelio se duchaba. Un grito desgarró el silencio: —Sebastiana, ¡deja los grifos, que me abrasas y me cuecen hasta los cataplines! Si cariño, le contesté, a continuación metí al Kent en cubitos de hielo. El alarido llegó al pueblo de enfrente: Sebastiana, ¡qué haces mala bestia, me congeló, me hielo y no me veo ni el pito! Qué obsesión con sus partes y que empeño el mío cuando fui a preguntarle. Lo hallé llorando como un niño en la bañera y sin poder articular palabra, desistí de nuevo. Romualda me advirtió que tenía tres intentos, ya había gastado dos, tenía que darlo todo en el último. Le preparé una muy gorda, muy gorda, más gorda que yo incluso, con el tiempo...
 
No tuve otra idea que llevarme al Kent desmejorado a un entierro. Cuando la viuda lloraba yo le hacía cosquillas al muñeco y mi Rogelio, entre muecas extrañas, rompía a reír sin control delante de ella. Le fue a dar el pésame y yo, me puse la mano de plástico en mi trasero, ya imaginan lo que vino a continuación; la hostia con la mano abierta que le dio la mujer del muerto a mi Rogelio le saltó una muela. Lo último que se me ocurrió fue lo más fuerte, pero más fuerte era mi desesperación. Encerré al Kent deslucido en una caja con otro muñeco. Nadie se explicó cómo durante media hora mi Rogelio había hecho compañía a Genaro, el muerto. Salió del ataúd con menos color que el difunto y todo descompuesto. Sin apenas voz, porque se la dejó gritando que lo sacaran cuando no había nadie en la habitación, me dijo: —Sebastiana, he visto la muerte de cerca y no quiero irme con esta carga he de confesarte que yo...
 
Fin.
 
©María Martínez Diosdado.


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