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LOS RELATOS DE MARÍA

La reacción de Sebastiana

12 de Septiembre | 13:20
La reacción de Sebastiana
Se acuerdan de mí, cómo olvidarme, ¿verdad? Creo que el Adonis o lo que es lo mismo, el pobre monitor del Olimpo, tampoco lo ha hecho todavía. Sí, no lo nieguen ya me conocen de sobra, soy yo, Sebastiana. La de las lorzas embutidas en colores fosforitos, la que el pantalón le hizo crack cuando la cosa hizo ra, y la que le puso a su marido espinacas mientras me comía la "pringá". 
 
Ya puestos en situación ustedes y yo, comencemos está historia donde se dejó: en la famosa lápida y su epitafio. Cuando me lo enseñó he de reconocer que el regalo me cogió como una ola, pero no como la de la canción de Rocío Jurado. A mí no me trajo amor y caricias, a mí me pegó un revolcón como esas de la playa que te arrebatan el bikini y te quedas en pelota picada. Me sentí desnuda ante la sonrisa triunfal del Rogelio y vestida con una rabia invisible difícil de explicar. Las pinzas de mis rulos salieron disparadas como flechas certeras, los pelillos rizados del bigote de arriba y del de abajo se pusieron lisos y duros como alambres, los ojos se me inyectaron en sangre y casi, les juro que casi, me enveneno al morder la pócima contenida en mi lengua. Toda yo era un bloque firme de contención y de esta manera, se lo demostré a mi Rogelio. Le miré de soslayo y con una sonrisa totalmente falsa le dije: —muy bonita, Rogelio, muy bonita. Dile a tu amigo "El punto y final", que son unas letras muy bellas.
 
Rogelio, se quedó muy serio con la risita de medio lado y una idea bailándole en la cabeza: que me tendrá preparado ésta...
 
Le dejé que sufriera unas semanas y que se confiara unos meses. No quería muerte, pues muerte iba a tener, ¡cómo que me llamó Sebastiana! Con lo que yo le he aguantado a él, siendo yo una santa. Sus chicles traseros, sus correderas indiscretas, sus zapatillas incorrectas en el médico de los pies, su colección de manchas en las camisas nuevas..., era todo torpeza y yo no sé que les habrá contado de mí; pero por supuesto yo, soy perfecta. 
 
Cuando la calma chicha se apoderó del cuerpo, cada vez más "escuchumizado" por la celosa dieta de mi Rogelio, empecé mi venganza.
 
Los maridos olvidan lo que nuestra memoria guarda. Aquello que nos dijeron en las mieles del amor o en los recoldos del carnal fuego: sus más inconfesables secretos y miedos. 
 
Una noche le dije a mi Rogelio que tenía que ir a cuidar a mi hermana, en la tranquilidad de la ignorancia el pobre se lo creyó. Me marché sin irme del todo o lo que es lo mismo, cerré de un portazo desde dentro. Esperé un buen rato escondida y cuando ya no había peligro, corrí a prepararme para después meterme debajo de la cama...
 
Cuando los ronquidos de mi Rogelio hacían temblar, como de costumbre, los cimientos de la casa empezó mi malvado plan. Cogí el mando a distancia de la cadena de música y en honor al recuerdo puse a toda pastilla a mi DJ favorito, DJ Cobra. El silencio se rompió en mil pedazos al ritmo de: si la cosa hace ra..., y casi también el corazón de mi Rogelio. Se levantó como un resorte de la cama llevándose la mano al pecho. Se me olvidó contarles, que descuido el mío, que desde aquellos famosos análisis su órgano latente se le había vuelto delicado de verdad. Entre juramentos en latín y arameo, cogió el martillo y la emprendió a golpes con los altavoces. Entre tacos y suspiros de pánico se fue calmando y entregándose al sueño y yo mientras, preparando mi próxima jugada...
 
Cuando la habitación tronó de nuevo, accione los potentes focos que daban a nuestras ventanas. La noche se hizo día, el negro blanco y mi Rogelio, caquita cuando miró el cristal y vio un hombre con una escopeta hacia él apuntando. Gritó, ¡no dispares cabronazo! Le tiró la escupidera de loza, único regalo de boda de mi suegra, y en el disparo certero rompió la ventana y por fin se dio cuenta que quien le apuntaba era realmente un muñeco. Los latidos de mi Rogelio eran como los tambores de la película Mogambo:  tan tan, tarantatán. Entre maldiciones fue a por una pastilla para ponérsela debajo de la lengua ante el riesgo de infarto. Apagó la luz y se arropó todo lo que pudo.
 
La verdad es que no sé cómo volvió a conciliar el sueño en medio de aquél frío de diciembre y el aire gélido que entraba por el vidrio roto. Hasta en el congelador se estaba más calentito, pero volvió a dormirse y yo, di paso a el último acto...
 
Cuando escuché ese quejido hosco y ronco, procedí a gran susto final. Me metí la mano en el bolsillo y la sentí entre mis dedos, sin demora la deposite por dentro del pijama de mi marido. Sus cuatro pares de patas, sus ocho ojos, su figura negra, sus espeluznantes pelos de tarántula..., toda ella andó con eficacia por el cuerpo de mi aterrorizado Rogelio cuando se despertó y la sintió recorrerlo. Cogió la zapatilla y sin piedad ni miramientos empezó a golpearse para intentar matarla. ¡Hija de tu madre!,  le increpaba, voy a morir matando. Los zapatazos de Rogelio hacían honor al mejor bailarín de flamenco. Pac pac, oía que se daba en las piernas, pac pac en la huevera, pac pac en el agarrotado ombligo y cuando sentí que se aproxima al pecho salí por sorpresa debajo de la cama con el camisón negro, la redecilla y la máscara blanca para las arrugas puesta por toda la cara.
 
Por un momento creí que había llegado demasiado lejos y me había quedado viuda; mi Rogelio estaba catatónico. Su rostro era del color de la cera, los ojos vueltos, las manos en garras, no me hablaba ni me miraba y en la habitación, había un tufo que ni imaginan. Le quité a la falsa tarántula de encima, en realidad era una réplica en forma de robot de la verdadera y sin mediar palabra, me dirigí a la cocina...
 
Preparé un buen chocolate y unas deliciosas perrunillas en una bandeja, sé que es lo que más le gusta a mi Rogelio, que para eso conozco todos sus secretos. Con este manjar resucitó y firmamos un tratado de paz; solo Dios sabe lo que durará. 
 
Y es que al final soy una blanda.
 
Fin.
 
María Martínez Diosdado.


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