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Opinión-Editorial
SIN PROPÓSITO DE ENMIENDA

La última cena de los paganos

20 de Diciembre | 12:50
La última cena de los paganos
La fecha es objeto de discusión, porque Macrobio, testigo del encuentro, publica su libro en torno al 410: una larga carta a su hijo en la que le relata los tres días que pasaron juntos, celebrando las Saturnales, las figuras más destacadas del último paganismo romano.

384 o tal vez el 385. El año es importante, porque el emperador Teodosio había promulgado en 380 el edicto de Tesalónica por el que se prohibía toda creencia religiosa en el Imperio Romano que no fuera el cristianismo niceno y en 383 el ancestral Dies Solis, consagrado a la celebración del sol, pasó a denominarse Dies Dominicus, Día del Señor. El Señor, no hace falta aclararlo, es el Dios hebreo. Único Dios. Dies Dominicus, con el tiempo, “domingo”; aunque los anglosajones aún conservan en su denominación la referencia al astro solar: Sunday.

Pudiera parecer increíble que cinco años después de la prohibición del paganismo, 12 afectos al politeísmo grecorromano tuvieran el atrevimiento de reunirse para conmemorar una fiesta igualmente pagana, las Saturnales, pero los edictos entonces tardaban en llegar, difundirse e implantarse; Roma ya no era la capital del Imperio, desplazada por un poblado en Bizancio que tomó el nombre del emperador que trasladó allí su corte, Constantinopla (la ciudad de Constantino); y los reductos de la vieja religión, sus creencias, sus mitos, sus costumbres, sus hábitos, tardarán en ser erradicados.

Las mismas Saturnales, una semana de celebraciones entre el 17 y el 23 de diciembre, dedicadas al dios protector de la agricultura Saturno, y el Dies Solis Invictus, conmemorado todos los 25 de diciembre, estaban tan arraigadas entre el pueblo, que la Iglesia triunfante tuvo que trasladar a esas jornadas el nacimiento del hijo de su dios, Jesús, para así poder ir sustituyendo Saturnalia por la Navidad.

Porque Jesús, al calor de lo consignado en el Nuevo Testamento, si nació, sería en torno a septiembre u octubre; con toda seguridad, nunca en el frío 25 de diciembre.

El 21 de diciembre es el día más corto del año y durante tres días el sol parece detenerse en el firmamento, comenzando, a partir del 25 de diciembre, poco a poco, a ganar fuerza. En una sociedad donde la agricultura era la clave de la supervivencia y la observación de los cielos el único método para establecer un calendario fiable que pudiera indicarles cuándo iniciar la siembra, cuándo recolectar, cuándo acumular víveres para el frío invierno, no es extraño que casi todas las culturas de la antigüedad conmemoraran determinadas fechas “astronómicas”, trasladando a ellas el origen de sus mitos o de sus dioses: los solsticios de invierno y verano y los equinoccios de primavera y otoño darán mucho juego.

Entre el 20 y el 25 de diciembre – contaban las historias – venían al mundo deidades como Apolo, Helios, Mitra, Amaterasu, Frey o Huitzilipoch entre otros, y prácticamente todas las grandes civilizaciones organizaban alguna festividad: la de Cápac Raymi entre los Incas; año nuevo en Japón; el DōnzgZhi en China; las dionisíacas en Atenas; el Shab-e Chelleh zoroastriano entre los persas... Y Saturnalia en Roma.

Durante las Saturnales los romanos repartían regalos, los esclavos domésticos vivían días de asueto, un ambiente de carnaval se apoderaba de la ciudad, había banquetes colectivos en el foro, y en el Templo de Saturno, en la cima del Capitolio, se pedía al padre de los dioses Olímpicos que mirase por su pueblo. El poeta Catulo nos dice que las Saturnales eran los mejores días del año.

Tan arraigada estaba la celebración que los cristianos tuvieron que reemplazarla por una Natividad donde no pocos de aquellos gestos se repetían. No obstante, aquel 384 o tal vez 384, los nostálgicos resistían:

Durante tres días en las casas de los senadores Vetio Pretextato, Viro Nicómaco Flaviano y Quinto Aurelio Símaco, el llamado círculo pagano de Símaco se reunió para comer, cenar, beber y sobre todo hablar sobre la Roma antigua, que desaparecía lentamente, ya angostada pero aún imponente.

Por la mañana abordaban temas serios, como la teología solar, la retórica o la poesía de Virgilio. Pero al anochecer, los temas livianos y jocosos hacían acto de presencia: se contaban anécdotas, casi diríamos chistes, sobre Cicerón, Augusto, Julia y otras figuras del pasado; se disertaba sobre las normas de cortesía en el banquete; sobre los mimos y las pantomimas; sobre qué postres eran los mejores y cómo estimular los placeres de los sentidos. La noche del tercer día se dedicó a polemizar sobre el huevo y la gallina: ¿qué fue antes?.

La última cena de los paganos. La última celebración de las Saturnales. Una mirada nostálgica a una Roma que desaparecía en la bruma de los recuerdos y a unos mitos que eran sustituidos por otros nuevos. Aquel mundo se vendría abajo en un siglo y la inmortal Roma, la Ciudad Eterna, sería pasto de las llamas.

Pero eso no podía saberlo Macrobio, comensal en el evento, que dejó escrito sus impresiones y los diálogos que sostuvieron, permitiéndonos así, 1600 años después, conocer como cenaron y de qué hablaron durante tres días los últimos paganos de Roma.


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