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Opinión-Editorial

Una nota a pie de página

17 de Octubre | 13:50
Una nota a pie de página
Os contaré una bonita historia. Y además en positivo. Érase que se era una pareja muy enamorada (bien avenida -se decía entonces-) que tuvieron muchos hijos, muchos. Si ahora vivieran, pasarían de los cien años cada uno. Se amaban profundamente. Ella era inquieta, rubia y lista; él, más tranquilo y moreno, trabajador. 

Los roles sociales de la época habían marcado su destino como pareja: el hombre alimentaría a la familia, la mujer traería hijos sanos al mundo y los criaría. Vivían en una casa humilde de un barrio humilde, con un amplio corral en las traseras. Tenían una viña, en el campo, a unos pocos kilómetros de la ciudad en la que moraban. Cuando llegaba el tiempo de las uvas, las recogían y ella, la mujer economista y contable, iba a venderlas al mercado, en un puesto fuera del mismo, tal como le permitía el ayuntamiento y los otros vendedores ambulantes. No sacaba mucho dinero, pero de algo servía a la economía familiar cuya fuente única era el sueldo del padre en Correos, pequeño para diez de familia y los familiares o amigos que, de vez en cuando, se agregaban. Nacían los hijos, unos tras otros alternando sexo y nombres. Los había de todas las edades, morenos o rubios según el gen dominante, despiertos y listos como el hambre que no andaba muy lejos. Sin caprichos. Dos murieron.

La madre no paraba, no existían (a escala popular) los electrodomésticos, ni los dodotis. Hasta que aprendían a controlar los esfínteres, los paños para recoger la orina escapada iban y venían del lavadero a las cuerdas de tender, y de éstas al brasero que los secaba en tiempo de invierno, largo y duro en Castilla.

No existía la cocina eléctrica, esa que se enciende con un botoncito o los dedos. Ni la de butano, ni la de petróleo. La comida se guisaba en un verdadero lar de carbón encendido a base de fuelle o soplillo a muy primeras horas de la mañana y mantenido durante todo el día con carbones y leña, las brasas rojas o dormitando hasta ser nuevamente removidas.

Pero eran felices. En lo fundamental lo fueron. Él llegaba cansado del trabajo: el de un humilde cartero pateando la ciudad, con la cartera repleta de cartas al hombro, en busca de los destinatarios, en una época en la que el correo postal y el teléfono eran las únicas formas de comunicación (el teléfono muy caro para economías débiles), y sin alharacas se sentaba en una sillita de enea a ayudarla con los hijos, que eran de los dos, cuando la veía no dar abasto entre tanto chiquillo que lloraba, pedía de comer o debía ser cambiado...

Nunca oyeron hablar de la violencia de género, ni de planes igualitarios al efecto. Tampoco de la conciliación de la vida personal y profesional. Pero no les hizo falta. Porque se querían y se respetaban y cada cual ayudaba al otro más que a si mismo. 

Un día mi madre, que los conocía profundamente, me lo explicó y me dio una de las lecciones magistrales más importantes de mi vida. Fue una vez en el que la tele hablaba de los derechos de las mujeres. Y de cómo han de saber protegerse de los hombres.

Nota: ¡cuidado! No digo que este sea el modelo perfecto de convivencia. Digo que funcionaba por el cariño y el respeto. En la toma de decisiones y en las consecuencias de tomarlas.


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