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Opinión-Editorial

Réquiem por un roble centenario extremeño

10 de Mayo | 13:58
Réquiem por un roble centenario extremeño
Los árboles siempre han salvado la vida a los extremeños. Y no sólo por la necesaria sombra que nos dan en las semanas más abrasadoras del verano. En la dominación brutal que practicaron las órdenes militares en nuestro territorio, quitando gran parte de las tierras de cultivo a los campesinos, siempre sobrevivió un derecho que fue defendido por los habitantes de estas latitudes con sudor y lágrimas: el de aprovechar varios de los recursos que proporcionaban los árboles, aunque las tierras estuvieran destinadas a los ganados de los grandes terratenientes.

Era un derecho del pueblo sobre la nobleza indispensable para nuestro bienestar. Además de frutos y leña, algunos nos dan su corcho, la mayoría sirve de cobijo a las aves y a sus pies proliferan los espárragos. Son innumerables los regalos que nos hacen.

Cuando el siglo XIX trajo la privatización total del campo, los extremeños también se rebelaron por defender sus derechos sobre los árboles. Continuas revueltas y enfrentamientos con las autoridades se sucedieron en aquella época por toda Extremadura. Les debemos mucho. Por eso, cuando matan a uno de nuestros árboles centenarios es como si se llevaran una parte de nosotros. El Roble Grande de la Solana nos ha acompañado más de tres siglos. Aunque aún era joven, ha visto caer muchos regímenes, nos ha visto padecer otras tantas injusticias. Hace justo 12 años la Junta lo reconoció como “árbol singular” de Extremadura, en un decreto que destacaba que “su porte es de gran belleza, siendo además un árbol conocido y valorado por la población”. Y es cierto: a su muerte, más de un centenar de vecinos de la zona se ha reunido de nuevo allí, en medio de la niebla, para mostrar su repulsa. Antiguamente, a su sombra, se reunían las cuadrillas que trabajaban en el monte, en esa zona entre La Vera y El Jerte. Allí descansaban, comían, compartían sus pensamientos y planificaban su trabajo. El roble era parte de su vida diaria.

Se podía temer a los incendios, a las plagas o al inexorable paso del tiempo, pero los verdugos han sido al final de nuestra especie. Y hace unos días lo asesinaron, con premeditación y alevosía. No era fácil matar a este gigante de más de 15 metros. Se han tomado su tiempo y esfuerzo -hasta diez profundos cortes en sus raíces- para que el roble no brotara llegada la primavera. Su consideración como árbol singular implicaba la prohibición de cortarlo, arrancarlo total o parcialmente, así como dañarlo por cualquier medio. A la vista está que hemos fracasado en eso. “Quedará como un monumento a la insensatez humana”, señalaba Ignacio Fernández, director del programa de Áreas Protegidas en la Consejería de Medio Ambiente y Rural. De “emblema del pueblo”, como lo definían los vecinos de Barrado (El Barrau), quienes lo consideraban una seña de identidad, a un monumento a la estupidez. Triste consuelo. Impotencia, rabia. No queda otra cosa.

Hay casi medio centenar de árboles singulares en Extremadura, y se siguen añadiendo más a la lista cada pocos años. Tenemos esa suerte. Cada día somos más conscientes del patrimonio natural que conservamos en nuestra tierra y de que tenemos la obligación colectiva de cuidarlo. Aún nos queda, afortunadamente, mucho que defender. Entre nuestras muchas joyas orgánicas aún resiste, por ejemplo, la decana, La Terrona, una imponente encina considerada la más vieja de España. Calculan que su nacimiento y el de Extremadura fueron prácticamente coincidentes. La Terrona ha acompañado a nuestra tierra, nos ha visto crecer con el paso de los siglos y ha crecido con nosotros. Cuidemos estos monumentos entre todos. Como extremeños, les debemos demasiado.


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