Vivo en uno de los países más ruidosos del mundo. Se nota cuando viajas por Europa y descubres, sorprendido, que la gente conduce sin tocar el claxon, que se puede hablar por la calle con normalidad, o andar por tu casa sin oír los gritos del vecino o tener que tragarte sus programas de televisión, o simplemente que se puede dormir de un tirón, sin que te despierte al borde del infarto el tubo de escape de algún motorista oligofrénico.
Habitamos uno de los países más zafios e ignorantes del planeta y, como consecuencia, más ridículamente pagado de sí mismo. Lo ves cuando coincides con cierto tipo de españoles (muy españoles) en cualquier lugar del mundo y deseas que te trague la tierra. La necesidad que tiene un buen número de compatriotas de exhibirse mediante sonidos – gritos, risas estridentes, conversaciones y comentarios que parece que deben interesar a todo el mundo, exhibición de cantos regionales, etc. – estoy seguro de que roza algún tipo de patología severa.
Recuerdo que cuando se generalizaron los teléfonos móviles viajar en autobús o tren fue el acabose. Al nivel sonoro habitual había que sumar el de las conversaciones – la mayoría íntimas – retransmitidas en voz alta y sin ningún pudor por los pasajeros. Por suerte, y desde hace unos años, la gratuidad de las redes de mensajería ha provocado que la gente se mantenga cabeza abajo escribiendo, en lugar de proyectar la voz a pleno pulmón para contar su vida o regalar sus opiniones a todo el orbe.
Lo increíble – pero lo normal, dado el grado de ignorancia patrio – es que poca gente parece darse cuenta de que el bombardeo de decibelios no deseados es un tipo de agresión, una forma más de violencia que además, y por lo que se ve, hemos de soportar con alegría y tolerancia. De hecho, cuando he llamado la atención a la persona con la que compartía vivienda, bloque, vagón de tren, sala de cine, biblioteca, museo, taberna o calzada pública, de lo impropio y agresivo de su conducta sonora, me ha mirado, casi siempre, como a un extraterrestre que se sorprendiera del carácter líquido del agua o de la inconsistencia de las nubes. “Pobrecillo – parecía decirme con la mirada– ¿Qué le pasará que es incapaz de disfrutar del alegre bullicio de la existencia?”
Pues no, no disfruto ni una pizca. Y para mi que el nivel anormal de ruido que padecemos en este país no refleja “la alegría de vivir típica de los latinos” y otras zarandajas. Lo que refleja, más bien, es el escaso nivel cultural que tenemos. Es así de simple. Muchos de mis compatriotas no soportan niveles altos y prolongados de silencio. Les entristece y aburre. Y la única razón es que carecen de la capacidad para disfrutar de estímulos intelectuales que no impliquen ruidos y lucecitas. Esto no es “latinidad”, sino analfabetismo puro y duro (estructural o funcional) y, por lo mismo, incompetencia para tener la mitad de la mitad de la vida interior de un escandinavo medio. Algo que se confirma al contemplar la necesidad narcisista de exhibición sonora del español tipo. “¡Miren que arte y gracia tenemos, desgraciados – parecen pensar los grupos de atronantes ibéricos por el mundo que pasean por él su exuberante estilo de vida y sus cánticos folklóricos – !” Esta conducta es, por cierto, de la misma familia de patologías que la del berzotas acomplejado que se pasea en un coche-bafle ensordeciendo a niños y mayores en un radio de quince kilómetros a la redonda.
A esta insomne colección de petardos (me he centrado en los urbanos y los viajeros, pero no me olvido de los rurales – sean aficionados al motocross, locos de los quads, bizarros cazadores o adictos a la barbacoa fiestera, es difícil encontrar un español que logre divertirse en el campo sin armar ruido – ) se unen durante estas entrañables fechas los amigos de los (otros) petardos, que parece que se multiplican año tras año, igual que la potencia de los artefactos explosivos que con gran desparpajo manejan. Y está claro que no son solo los animales domésticos los que sufren por este último tipo de agresiones. También somos el común de las personas, las que creo que no necesitamos continuas explosiones para divertirnos ni dar sentido a la existencia.
Mientras acabo de escribir esto ha explotado otro artefacto casero bajo mi ventana. Sé que, sin duda, algún día, sea por epifanía educativa o por mecanismo legal, cesará todo este incívico estrépito. Pero entretanto no puedo evitar ciertas ensoñaciones eróticas con tubos de escape, petardos y orificios corporales, que dudo que las mejorase un torturador lector del Marqués de Sade. Espero que (dado el caso) esta confesión mía sirva de eximente ante el juez: “No podía más, señoría, y, aunque soy español (y, por tanto, casi sordo), me levanté por quinta vez de la cama y, tras escribir este artículo, baje y le metí al interfecto, uno a uno, todos los petardos por aquel lugar que con tanto primor (y, sin duda, más calma) glosara el inmortal Quevedo. Es decir: por el culo. Que es donde, según elemental analogía, deben estar”.