Resulta indudable que la poesía fue considerada por los más antiguos griegos como un elemento imprescindible para poder comprender su mundo y la vida en términos humanos. Fueron los cantores de inolvidables gestas –o aedos–, sobre todo Homero y Hesíodo, los más tempranos pedagogos de la sociedad griega: la Ilíada, la Odisea, Trabajos y días o la Teogonía se convirtieron en obras fundamentales (no escritas, transmitidas a través de la oralidad) no sólo para el desarrollo de la posterior literatura, sino también y sobre todo para la educación (paideia) de los más jóvenes, que crecieron al amparo de inmortales referentes como Aquiles, Héctor o Áyax, y bajo el –en ocasiones dulce, en ocasiones oneroso– yugo del Destino, forjado de manera secreta por la vasta pléyade de dioses olímpicos.
Dioses y hombres, por tanto, se encontraron inextricablemente unidos desde los más remotos comienzos de la cultura occidental. En este sentido, la poesía no tenía que ver, como a veces se interpreta equivocadamente desde el prisma contemporáneo, con un mero entretenimiento, con un pasar el tiempo o con un simple romantizar una realidad ora bella, ora terrible. Desde muy temprano, a partir del siglo VII a.C., la poesía adoptó en Grecia una fundamental función de cohesión social: fueron los poetas los que ofrecieron el material más adecuado y pertinente para que el pueblo griego estableciera historias y lugares comunes desde los que poner las bases del progreso futuro.
Incluso los primeros filósofos, llamados presocráticos, no dejaron de ser poetas: Tales, Anaximandro, Heráclito o Parménides (conocido por su extenso poema sobre el ser) plantearon sus interrogantes a través de breves narraciones y versos que tenían mucho más que ver con el aspecto misterioso de la realidad que con extensos tratados al modo platónico o aristotélico. La tan empleada como poco rigurosa expresión “del mito al logos” olvida –y hace olvidar– que los primeros pensadores precisaron de la fuerza evocadora del mito (de lo legendario, de lo que no se deja englobar en la regla, en lo normalizado) para referirse a entes, realidades y acontecimientos que escapaban de cualquier humana comprensión. La filosofía fue ganando terreno no por ni para desbancar a la poesía, sino con el objetivo de abrir un dominio paralelo en el que nuestras potencias intelectuales pudieran dar cuenta de todo cuanto la propia poesía había cantado durante largos siglos.
Para cobrar consciencia a hombros de gigante de estas consideraciones generales, contamos con un magnífico volumen bilingüe editado por Escolar y Mayo bajo el título De hombres y dioses. Antología de poesía lírica griega antigua (siglos VII-V a.C.), preparado y traducido por el profesor de la Universidad Complutense de Madrid Fernando García Romero. En esta enjundiosa selección encontramos una recopilación de poemas y fragmentos legados por los poetas líricos griegos más antiguos que se conocen. Como asegura García Romero, el arco temporal del que se hace cargo el libro da fe de un periodo convulso y fulgurante en la trayectoria histórica de Grecia, que “experimenta profundos cambios sociopolíticos y económicos” conocidos en parte “gracias a las composiciones de nuestros poetas”, cuando comenzaba a germinar la polis o ciudad-Estado.
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"De hombres y dioses" Antología de poesía lírica griega antigua |
Estos poetas configuraron no sólo una forma de hacer, practicar y difundir la tradición y el arte, sino también y a la vez un modo de concienciar a los ciudadanos de su unidad e identidad cultural y, en definitiva, social, participando de cultos y tradiciones comunes. En estos versos damos con una pluralidad amplísima de temas y asuntos por los que los griegos mostraron sus más hondas preocupaciones. Preocupaciones que, por lo demás, no han cambiado en absoluto en los casi treinta siglos que de aquellos poetas nos separan: el amor, la guerra, la carestía de alimentos, la pobreza y la riqueza, el placer, la fama y el honor son algunos de los tópicos que visitan y revisitan aquellos excelsos creadores.
Arquíloco de Paros, por ejemplo, abogaba por la “entereza” como medicina para nuestro siempre intranquilo ánimo cuando se enfrenta a las vicisitudes de la Suerte. Las penas resultan irremediables, pues “cada vez le toca a uno”, y sólo resta defendernos con firmeza arrostrando las asechanzas del fatum. Cuando Zeus resuelve imponernos algún castigo, asegura Semónides de Samos, debemos estar prestos a dar cumplimiento a nuestro destino, sin alimentar las voraces fauces de la esperanza y la confianza, que nos “alientan a lanzarse a proyectos irrealizables”. Y es que, prosigue Semónides, no hay nada en este mundo que esté libre de males, pues “imprevisibles” son las “miserias y los dolores”.
Tema recurrente en estos poetas es el del amor a la patria y el arrojo al entregar la vida por la defensa de los valores del propio pueblo: “Pues es honra y lustre para un hombre luchar –sostenía Calino de Éfeso– por su tierra, sus hijos y su esposa legítima con los enemigos”. Como más tarde leemos en el célebre discurso de Pericles (recogido por Tucídides), resultan encomiables y dignas de recuerdo las acciones de aquellos hombres y mujeres que sacrificaron su vida por la vida en común, una cuestión que, muchos siglos más tarde, desarrollaría por extenso la pensadora Hannah Arendt. “Porque todo el mundo añora al hombre de espíritu fuerte cuando muere, y, si vive, está a la altura de los semidioses […], porque lleva a cabo hazañas que valen por las de muchos, él que es uno solo”, añade Calino. O como cantaba Tirteo de Esparta: “Que esté muerto es hermoso, tras haber caído entre los soldados de vanguardia, un hombre valiente que combate en defensa de su patria”.
El insigne político-poeta Solón de Atenas, uno de los más distinguidos invitados a esta maravillosa antología, nos invita a cosechar la fama, si bien siempre a través del sendero dictado por la justicia, “porque a los mortales no les resultan duraderas las obras de la desmesura, sino que Zeus está observando el final de todo” y para él nada pasa desapercibido, pues sabe escrutar cualquier “criminal corazón”. Sin duda, un antecedente del exigente tribunal interior que, en pleno siglo XVIII, se convertiría en la conciencia moral de Kant: “el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”. En palabras que se nos hacen terrible y dolorosamente actuales, Solón aboga por una sociedad dominada por la buena voluntad, pues cuando “los venerables cimientos de la Justicia” no se hacen notar, la “herida inevitable alcanza ya a toda la ciudad”: la sedición, el enfrentamiento, la guerra civil, el descreimiento y la fatídica ambición de riqueza y poder. Debemos acompañarnos siempre, como aconseja Teognis de Mégara, de los mejores y alejarnos del “trato con hombres innobles […]. Porque de los nobles nobleza vas a aprender, mientras que si te mezclas con innobles vas a arruinar incluso la sensatez que tengas”: resulta fácil, asegura, hacerse rico, pero no excelente.
El paso del tiempo, la caducidad de la vida y el benéfico efecto del vino son otros de los lugares que muchos de estos líricos frecuentan, animándonos a disfrutar de los momentos de felicidad y alegría –si bien, siempre, con moderación–. Zeus nos asigna innumerables males, pero contamos, como nos recuerda Jenófanes de Colofón, con nuestra sabiduría, muy superior a la fuerza de los animales y a las embestidas del destino. Dos ingredientes resultan imprescindibles para llevar una buena vida: aceptar de buen grado lo que nos toque en suerte, y alzar nuestra copa en sincero brindis rodeados de familiares y amigos en busca de una felicidad que siempre se nos escapa de las manos. El vino ayuda a olvidar las penas y nos permite gozar de la dicha sin entregarnos a las lágrimas: así pues, “Bebamos. ¿Por qué aguardamos a las lámparas [a la noche]? El día es una pizca”. Aunque, conviene repetirlo, siempre bajo el signo de la moderación (mesotés), pues el alcohol traiciona y, como avisa Alceo de Mitilene, “el vino es espejo del hombre” y puede desnudar todas nuestras vergüenzas.
Y, en fin, el amor, siempre el amor, sentimiento al que la celebrada poetisa Safo llama sin tapujos “bestia dulciamarga incombatible”, un corcel desenfrenado que sacude todos los sentidos “como viento en el monte abatiéndose sobre las encinas”. El amor provoca el deseo de muerte o de vida eterna por la falta o la aparición, respectivamente, del amado o la amada. Pero, en cualquier caso, nos agita violentamente y son pocos los preparados para tan ardua batalla. Aunque, sin ésta, la vida resulta estéril.
En definitiva, como “de los hombres poca es la fuerza e ineficaces las inquietudes”, al decir de Simónides, y nuestra existencia resulta tan fugaz como repleta de fatigas, sería mejor que la viviésemos conscientes de nuestra responsabilidad para con nosotros, nuestros conciudadanos y los dioses. Nuestra condición mortal nos impide conocer el futuro, pero nuestra sabiduría nos permite emplear nuestra fuerza anímica para aguantar, para resistir, para medrar. Tal es nuestra condena, pero también nuestro don: “Lo que el destino todopoderoso que viene de los dioses nos ha afirmado y hace inclinar la balanza de la Justicia, la suerte que nos está asignada, cumpliremos cuando llegue. Pero tú, tus onerosas astucias contén” (Baquílides).