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Opinión-Editorial

Mirar el fuego

13 de Diciembre | 13:19
Mirar el fuego
Decía un viejo profesor mío que los alambicados bailes del humo de la pipa de Kant eran la causa del estilo tortuoso de su pensamiento. Esto me hace recordar, de forma no menos barroca, algo que escuche alguna vez, es probable que un animada charla junto al hogar.

Se decía que el descubrimiento y domesticación del fuego, hace medio millón de años, tuvo que ser un elemento determinante en el desarrollo intelectual de nuestros ancestros. Cohabitar en torno a una fogata habría acabado, según parece, con las largas horas de oscuridad y peligro de la noche animal, tornándola en un tiempo humano de convivencia y ocio, una especie de prolongación artificial del día en la que nuestros antepasados podían soñar despiertos, pensar, y compartir ideas, cuentos y cantos a través de imágenes y misteriosos símbolos... ¿No es una bella hipótesis?

Supongo ahora que fue también el fuego lo que les permitió desarrollar el arte y el gusto por la belleza en los rincones más oscuros de aquellas cuevas paleolíticas en las que pintaban. Imagino a aquellos primitivos artistas envueltos por las sombras oscilantes de la llama e imbuidos en esas otras sombras, las de las cosas que veían recreadas por sus mentes y sus manos en las pétreas paredes de la gruta.

Pienso en esas pinturas (o en el arte, en general) como un primer fogonazo de conocimiento. Cuando el “artista” paleolítico plasmaba en la piedra lo que tenía en su cabeza estaba proyectándolo frente a sí, tomando distancia con respecto a esos fantasmas de su mente. De ahí a tomar a las ideas como objeto mismo de reflexión apenas había ya unos pasos.

Todos los animales son conscientes en algún grado del mundo que les rodea. Pero confunden lo uno (su consciencia) con lo otro (el mundo). Para ellos “su” mundo es “el” mundo. Solo nosotros los humanos somos conscientes de nuestra propia consciencia y, por ello, podemos distinguirla de la realidad. El bisonte pintado a la luz del fuego probablemente determino la diferencia consciente entre representación y mundo, haciendo posibles la duda sobre la realidad representada y la pregunta por la verdadera. Reflexión, dudas, preguntas... Todo eso prendió en nosotros el fuego.

Este vuelo reflexivo del arte no fue el último, es cierto, en la ascensión desde las cavernarias sombras al sol del conocimiento. La búsqueda de la verdad va más allá de pintar o contar historias. Va de pensar en eso mismo que pintamos y narramos, y eso ya no puede hacerse con imágenes ni metáforas, sino solo con palabras y conceptos. El arte no puede pensarse a sí mismo. Pero si llamar poderosamente al pensamiento, tal como antes la llama nocturna nos convoca al mundo de la imaginación...

Avivemos el fuego. Gracias a él nuestro abuelo homínido objetivó pictóricamente su subjetividad visionaria en la pared de su cueva y duplicó estéticamente el mundo (aparecieron la pintura y lo pintado, lo subjetivo y lo objetivo, lo bello y lo feo…). Mas la razón, que es el afán de la identidad, afloraba siempre a la consciencia como resistencia a lo doble y contrario: ¿cuál sería el bisonte más real? ¿qué representación la más verdadera o bella?… En las noches y al calor del fuego la reacción humana se aceleró. Sobre la pintura y el símbolo apareció el pensamiento teórico, la torsión re-flexiva del cavernícola empujado por el arte hacia el evanescente mundo de ideas al que la belleza apunta.

Y en eso estamos. El fuego, como ven, invita a pensar. En muchas culturas simboliza el pensamiento mismo, siempre inquieto y liberador de sombras... Tal vez cuando nos quedamos mirando su misteriosa danza nos encontremos muy cerca de aquellos lejanos antepasados que despertaban, hace medio millón de años, a su luz y su fuerza transformadora. Piénsenlo en estos días mientras miran la lumbre – y se dejan alumbrar por ella –.



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