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Censurar libros
| | 5 de Agosto | 11:46
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Miles de personas, a través de mensajes, comentarios y subscribiendo peticiones en la red, exigen a una conocida editorial que retire de circulación un libro (“75 consejos para sobrevivir en el colegio” de María Frisa), escrito para el público infantil, en el que la protagonista, una niña, narra sus avatares diarios e inventa, en clave irónica y humorística, una especie de “manual de supervivencia” en el que dice cosas como.... ¡Como las que diría cualquier niña sana y espabilada de 12 años! Cosas que, a veces, y gracias a Dios, hacen saltar del sillón a sus padres. Leyendo el libro uno no encuentra nada que no se pueda leer en otros – muy conocidos – de estilo similar (como la serie de Manolito Gafotas, de Elvira Lindo), ni nada comparable con el tipo de crítica vitriólica e incorrección política de series geniales y archiconocidas como Los Simpson o South Park. Una de las cosas admirables de estos tórridos tiempos es la cantidad de productos de entretenimiento de calidad – y a la altura de su inteligencia – con los que cuentan niños y adolescentes. Lo que no parece que haya mejorado mucho es el grado de calidad de sus padres.
A muchos padres nacionalcatolicistas de hace 50 años, censores para sus hijos de todo lo que no fuera el catecismo, Roberto Alcazar o Sissi Emperatriz, le suceden hoy una caterva de padres “progres” obsesionados igualmente porque sus hijos observen a rajatabla sus valores y sean, desde ya, ecopacifistas o feministas, tomen alimentos orgánicos o desconfíen de la tecnología. Por suerte, los niños, que, pese a sus padres, tienen siempre reservas inagotables de lucidez, siguen desobedeciendo y riéndose de ellos y sus absurdas prevenciones en cuanto pueden – ¡una mezcla de los imperativos de la selección natural y la diabólica simiente de Adán y Eva! –. Sé de niños que, por haberles prohibido jugar con videojuegos en casa, se muestran como furiosos ludópatas en casas ajenas y más permisivas (mientras que los niños de esas familias, a los que se les deja jugar a placer, comparten ese entretenimiento con otros mil con absoluta normalidad).
Mis amigos más pacifistas, naturistas o ultrafeministas, han tenido que apearse del burro cuando sus hijos, contra toda suerte de sibilinas censuras y chantajes, se han empeñado en sus metralletas de juguete, las asquerosas salchichas del super, o los más escotados trajes de princesa. Lo bueno es que, gracias a eso, ahora se puede discutir con los padres y bromear sobre los transgénicos o contar chistes machistas, sin que se cabreen y te excomulguen. Sobra decir que con esa actitud conseguirán mucho más de sus hijos que forzándolos a la fe puritana en sus creencias. Aunque me juego la vida a que algunas de esas creencias no podría soportar más de diez preguntas seguidas de esas hachas del pensamiento lógico que son los niños y adolescentes (no digamos un buen estudio comparativo entre lo que dicen pensar, lo que piensa de verdad aunque no lo digan, y lo que hacen sin pensar sus buenos padres).
Pero con todo, lo más grave de todo esto no es la cantidad de padres y adultos que no se acaban de enterar de lo maravillosamente listos que son sus hijos – hijos que, para crecer, tienen inevitablemente que desobedecer, reírse y cuestionarlo todo sin remedio (Freud lo diría de forma más cruda, pero más vale no meter también el sexo en todo esto) – . Lo más grave, más allá del caso concreto de este libro, es la cantidad de fanáticos y cretinos morales que campean peligrosamente a nuestro alrededor, y que, si viviéramos en otras épocas, o cambiaran su furiosa moralina o sus creencias “new age” por una religión de las de verdad, serían discípulos de Torquemada o de cualquier ayatollah degollador de infieles. La persona que ha iniciado la recogida de firmas en Change.org para obligar a retirar el libro que comentábamos se dice harta de que la tilden de fanática pero, a la vez, afirma que “nada puede hacerle cambiar de opinión”. Nada de lo que digamos, pues, nos libraría de la hoguera, caso de estar en las manos de este decidido justiciero que, con su actitud, está dando, sin duda, un ejemplo infinitamente más pernicioso que toda la presunta incitación al acoso del libro que fustiga.
Todo este torquemadismo por un libro es un gota más del vaso que van colmando, día sí, día no, algunos de nuestros iluminados gobernantes y conciudadanos, ya desde la derecha más reaccionaria, ya desde el progresismo más miope. Juicios por declaraciones o bromas de mal gusto en las redes, detenciones por acarrear bolsos con lemas presuntamente insultantes, encarcelamiento de tirititeros, denuncias por conversaciones privadas obtenidas de un móvil robado...¡Es alucinante! Pero no lo es menos desde el otro lado de lo mismo. Hace unos días publiqué un artículo contra la celebración del Toro de la Vega en Tordesillas, pero cometí el error de darle un título ambiguo (“Tordesillas, o el crimen como una de las bellas artes”). Algunos animalistas, que no habían leído – o entendido – el artículo, me identificaron en seguida como defensor de la fiesta, y me pusieron de vuelta abajo con una virulencia que daba verdadero pavor. Hace ya tiempo, a un ginecólogo se le ocurrió publicar un libro en que criticaba las supuestas bondades de la lactancia materna. Para que quiso más. Hordas de adeptas de la religión de la santa lactancia pidieron retirar el pernicioso libro. Todos los fanáticos se parecen en eso: se sienten, en el fondo, tan poco seguros de sus indubitables creencias, tienen tanto miedo a caer en la tentación de la duda, que se ven forzados a prohibir todo lo que parezca atentar, critique o se cachondee de sus sagrados mitos.
Y que conste que hay libros – por suerte – muy perniciosos para los niños, capaces de sacarles de la inocencia como la mejor de las malas compañías. A estos libros, si se empeñan, se los puede desautorizar de mil maneras (no nombrándolos nunca, poniéndolos en el estante más alto de la librería, publicando feroces reseñas sobre ellos, cuestionando su uso educativo por motivos muy razonados...) pero nunca prohibirlos. Prohibido prohibir libros. Porque escribir no es cometer ningún delito, ni una incitación a cometerlo a lectores presuntamente tontos de baba. Los niños (salvo que solo lean lo que les indican sus padres) no son tan estúpidos como para entender literalmente una obra de ficción. ¡Justo porque no son tan estúpidos es por lo que les gusta leer esos libros! Gracias a obras como las de María Frisa, o a series gamberras como South Park, Los Simpson o Bob Esponja (y supongo que, también, muchos videojuegos) los chicos están bien vacunados, hoy, contra la memez moral de muchos de sus mayores. Como canta Serrat: “bienaventurados los que lo tienen claro, porque de ellos es el reino... de los ciegos”. Pues eso. Ya sé el libro que le voy a regalar, para que abra bien los ojos, a alguna de mis sobrinas.
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