¿Qué valor estético o artístico pueden tener los espectáculos taurinos? Que los toros, especialmente el espectáculo de la lidia, pero también, en menor medida, cientos de festejos populares que tienen al toro como protagonista, poseen significado y valor artístico es uno de los argumentos de los defensores de la fiesta. Para ellos, el dolor y el sacrificio del animal es el coste necesario de obtener el placer estético que procura la corrida o el festejo. No es el único caso, te dicen: también se torturan y sacrifican animales por el placer de comer, o por el gusto de contemplar espectáculos deportivos o circenses, o como parte del “arte” de la caza o la pesca...
No obstante, al toreo se le suele atribuir una dosis mayor de relevancia artística, a la par que una mayor densidad simbólica, no ya solo como “escenificación ritual de la lucha del hombre con la naturaleza” y otros tópicos intelectualizantes al uso, sino también como un complejo de creencias, valores y actitudes que constituyen una cierta “filosofía de la vida” ligada, además, al mito de la tradición, y a ciertas tradiciones míticas en torno a la identidad española. Despachemos rápidamente esto último para centrarnos en el asunto – filosóficamente más interesante – de lo puramente estético.
Es innegable que los toros son parte de la cultura y la tradición de nuestro país, amén de una fuente de iconos populares, obras de arte y souvenirs turísticos, especialmente desde que los viajeros románticos del XVIII y el XIX pusieron de moda la visión telúrica de una España poblada de bandoleros, toreros y mujeres de opereta que nosotros mismos nos hemos llegado a creer. Ahora bien: que algo forme parte del patrimonio cultural de un país no le otorga, de por sí, valor estético ninguno (ni, mucho menos, moral) – también la inquisición, la expulsión de los judíos o el caciquismo son parte de la cultura y la tradición de nuestro país, y a nadie se le ocurriría defender, por eso, las opiniones del obispo Cañizares, el antisemitismo, o las tropelías de los caciques contemporáneos –. De otro lado, que las fiestas de toros sean motivo de inspiración para muchos artistas no significa que ellas mismas sean obras de arte (el horror de la guerra, o el desamor, también han inspirado frecuentemente a los artistas, pero no por eso son objetos estéticos).
Vamos a la cuestión del arte. ¿Son los toros un arte (más allá de una serie peculiar de técnicas o habilidades artesanales para burlar y matar a un toro bravo)? Para responder a esta pregunta interesa primero saber qué cosa es esa del arte y qué relación tenga con lo moral. Los griegos antiguos empleaban el término “kalokagathía” para referirse, a la vez, a lo bello (kalós) y lo bueno (agathós). ¿Quiero esto decir que algo no puede ser bello sin ser a la vez moralmente aceptable? Esto viene como anillo al dedo a la cuestión del toreo como arte. Si hacer sufrir hasta la muerte a un animal – sin necesidad ninguna – es moralmente malo (vamos a suponer que todos coincidimos en esto), hacer de esta maldad la condición de algo bello, como pretenden que sea el toreo, parece algo muy discutible.
¿Pero por qué lo bello ha de estar reñido con lo malo? Solemos pensar, por ejemplo, que una persona guapa puede ser mala (la femme fatale) o, al revés, que alguien muy feo puede tener un corazón de oro (como Sócrates, o el ogro Shrek). ¿Cómo es esto posible? Cuando ocurre esto, decimos que las apariencias engañan. El ámbito de lo estético es el de las cosas que nos aparecen a los sentidos (“aísthesis” – de donde “estética” – significa “sensación”); no hacen falta que sean “reales”, basta con que lo parezcan. Pero el arte mejor – el que gusta y perdura – es el que aparenta sin engañarnos, el que representa lo que son “realmente” las cosas, no tal como las vemos, sino como las imaginamos y soñamos, en su dimensión más ideal. Esta es – dicho suscinta y atrevidamente – la relación entre lo bello y lo bueno.
También cuando el artista invoca a la belleza representando su ausencia aparente, como en el arte deliberadamente feo, hay una denuncia de la maldad y la imperfección del mundo. Algunas escenas de la lidia (no digamos de los festejos taurinos populares) podrían ser una muestra de este arte de lo grotesco y feo, si “representaran” (por ejemplo) el dolor y el sacrificio de la bestia como medio para la belleza victoriosa del héroe. Pero los festejos taurinos no representan ese sacrificio, lo perpetran realmente, porque carecen de la naturaleza puramente representativa que caracteriza al arte.
La tauromaquia dista de ser arte (aunque lo parezca) porque quiere “representar” lo ideal haciendo lo opuesto: infringiendo “realmente” dolor a un ser inocente. Es como si en una obra teatral matáramos realmente al actor que hace de villano. En los toros no se representa el mal (la bestialidad representada a través del toro y la violencia de la lucha) como parte del argumento conducente al triunfo ideal del bien (la dominación de lo bestial e irracional), sino que se comete ostentosamente el mal (la bestialidad de matar al toro – y de exponer a la muerte al torero – ) como si no se pudiera entender el argumento de otra forma. El toreo está más cerca del ajusticiamiento público y del ritual bárbaro – relativamente estilizados – que del arte. Por eso está destinado a extinguirse en su forma actual, tal como se han ido extinguiendo los ajusticiamientos públicos y los rituales más primarios.
En cincuenta o cien años el toreo será un recuerdo, idealizado por los versos de Lorca o las pinturas de Picasso. Y nadie querrá, en serio, que sea nada más. Tal como nadie quiere que existan de verdad los bandoleros o los antropófagos, más allá del escenario de las novelas de aventuras. Esperemos que no tenga que correr mucha más sangre antes de llegar a ese final inevitable.