“Cagarla” alguna vez, o incluso de vez en cuando, es algo muy humano y a veces saludable. Porque para aprender sólo hace falta cometer errores.
Ya puedes ser una magnífica persona durante la mayoría de los momentos de tu vida que, como tropieces o la cagues: ¡Zas, adiós! y aunque intentes rectificar y vuelvas sobre tus pasos para seguir siendo la buenísima persona que eras, etiquetada estás para el resto de tus días.
Quizás, alguien tan humano como tú, que alguna vez haya tenido la mala suerte de cometer algún tropiezo se compadezca de ti y te acepte con esa “cagada”. Puede ocurrir que quien te acepta es quien la ha pifiado mucho más que tú, o cree que lo ha hecho o podría hacerlo, y por ello comprende perfectamente tu situación momentánea.
¡Qué le den!, que le den al tropiezo, cagada o fallo; que les den a quienes no quieran comprender que es de humanos errar. Pues errar es el comienzo para cambiar, para encontrar otros caminos, para conocer a gente tan equivocada como tú y que, aún con la cagada a cuestas, te quiere y por eso te comprende aunque no comparta tu fallo. Y si no admitimos la cagada ajena, con separar caminos es suficiente, tampoco tenemos que darle la matraca o fustigarlos constantemente.
Afrontar los equívocos de la índole que sean, solos, es una tarea ardua. Pero cuando tienes la suerte de contar con apoyos, o incluso si lo haces individualmente, el aprendizaje y la salida son estimulantes: te hacen crecer.
Porque nos han enseñado o inculcado que debemos intentar ser “perfectos” para los demás y no simplemente humanos para nosotros mismos y, lo que hoy es bueno para unos, mañana es malo para otros.
Lo negativo siempre es más visible, observable y notable que lo positivo y ya va siendo hora de ponernos las pilas para que todo sea justo lo contrario.
A medida que creces, te vas dando cuenta que el mensaje bíblico: “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra” es una chorrada como un camión de grande. Pues desde esos tiempos remotos, nadie se cree que lo suyo es igual o peor que lo de otra persona, y basta que alguien empiece a lanzar, aunque sea un susurro, para que el efecto dominó acabe lapidándote en cualquier, o derribando en un segundo lo que tanto costó construir.
