El hombre no nace, sino que se hace. Y se hace fundamentalmente a través de su trabajo, que es su hacer principal. Cuando no conocemos a alguien la pregunta típica es: "¿Y tú qué eres?" Todo el mundo entiende que se pregunta por la profesión o actividad principal. "Yo soy médico, jardinero, escritor, estudiante..."... El trabajo no solo proporciona autonomía económica; también, y sobre todo, nos dota de identidad. Con él desarrollamos nuestras capacidades humanas, nos expresamos, nos sentimos valorados, nos reconocemos en la obra producida. En una palabra: nos realizamos como seres humanos.
Ahora bien. El trabajo es la actividad mediante la que el hombre se realiza (dice Marx) solo cuando no es alienante. En caso contrario en lugar de hacernos personas, nos deshumaniza, nos embrutece, nos convierte en meros objetos o mercancías.
La alienacion es el estado por el que uno no se reconoce a sí mismo en lo que hace, porque ese hacer suyo no es suyo, sino que es un hacer diseñado por otros, para los fines de otros (y con respecto a los cuales uno es mero instrumento o medio). Como somos lo que hacemos, un hacer que sentimos constantemente como "extraño" a nosotros y a nuestros intereses (que "ni nos va ni nos viene") nos produce un extrañamiento íntimo: no estamos en lo que hacemos. El trabajo alienante, mecánico, en el que no ponemos el alma, nos deja vacíos, nos cosifica y nos convierte en extraños para nosotros mismos (porque ni somos ni podemos ser cosas). Nos vuelve, en suma, alienígenas. "Alien" (de donde "alienado") significa en latín justamente eso: "extraño, ajeno, extranjero...".
Cuando Marx habla de alienación estaba pensando en los obreros industriales del siglo XIX. Todo lo que constituye el trabajo del obrero es ajeno al propio trabajador: la materia que manipula, las máquinas que usa, el diseño de lo que fabrica. El obrero no se puede desarrollar o proyectar como ser humano en su trabajo. Lo que produce no es “obra suya”, sino mera mercancía para el provecho de otro. El propio trabajo es una mercancía más, sujeta al mercado. Incluso las relaciones sociales dadas en el trabajo son alienantes: el obrero es poco más que una "pieza" entre otras de un inmenso y anónimo mecanismo productivo.
Pues bien, para que mis alumnos comprendan todo esto de la alienación no tengo que complicarme nada la vida. Simplemente les pido que miren alrededor y después... ¡Qué se miren a sí mismos!
Los colegios e institutos de enseñanza pueden recordarnos muchas cosas: museos, cuarteles, con frecuencia cárceles, en los peores momentos hasta zoológicos. Lo que a mí siempre me parecen son fábricas. Talleres inmensos en los que, a toque de sirena, los obreros-alumnos ocupan sus pupitres enfilados frente a pizarras y ordenadores, mientras el patrón-profesor se pasea supervisándolo todo.
Recuerdo después sus miradas perdidas al oír las lecciones, sus gestos mecánicos al escribir lo que les dictan, su resignado encorvarse sobre la hoja del examen diario, hora tras hora, semana tras semana, año tras año... Ni lo que hacen en cada una de esas horas de su vida es elegido por ellos, ni (por lo general) las actividades de clase expresan su subjetividad o tienen apenas relación con sus intereses reales. Ni sé si se esfuerzan realmente por sí mismos o más bien por otros: para satisfacer a otros, o para lograr las recompensas con las que han sido adiestrados por otros (padres, profesores, la sociedad entera...).
¡Qué torpes los que los califican a veces de vagos! Yo todavía no he conocido a un alumno vago; todos están deseando siempre hacer cosas; cosa interesantes, claro. En realidad, a los alumnos solo los conozco de dos clases: los que han aprendido ya a disimular su desinterés (o han sido educados en la marcialidad del esfuerzo sin preguntas), y aquellos, más sanos, que no saben disimular y se niegan, a las claras, a malgastar su energía en aquello que no les importa un pimiento. Pero también estos últimos están alienados, sin estar en lo que están, malviviendo de la mínima ración de autenticidad que son la ensoñación en clase, las fugas clandestinas, las pequeñas bromas...
Y para colmo también en las aulas se propicia la alienación social: la competencia entre alumnos, las relaciones no elegidas (disponiendo junto a quién se sientan "para que no hablen"), la segregación por notas, y hasta, en algunos centros, la separación de sexos en aras del rendimiento. Pues los alumnos no son una excepción con respecto a otros productos. Se fabrican para que den beneficios. Para venderse después, como mercancías, en el mercado de trabajo.
Algunos dicen que la escuela que tenemos es una excelente "educación para la vida"... Pero esto es cierto solo si asumimos que las cosas más nobles y humanas (la creatividad, la libertad, las relaciones desinteresadas con los demás, la realización mediante el trabajo vocacional, el placer del conocimiento...) son cosas inútiles e improductivas. Si asumimos, también, que el trabajo es una maldición bíblica (de la que nos libramos cada viernes para sumirnos en la – otra – rutina del ocio), y que la búsqueda del conocimiento es algo insufrible de lo que hay que escapar cuanto antes... Siempre que asumamos, en fin, que eso que nos quieren vender como lo "bueno" de la vida (el pan, el circo, el consumo, las distracciones, cuanto más caras mejor...) está siempre a mano (un poquito menos en las crisis), sin otro coste, ay, que la vida misma, la de verdad...