No se presenta fácil el año nuevo. El juego político ha adquirido, casi de repente, una complejidad inaudita. Aunque no necesariamente preocupante. Que la política se parezca más, digamos, al ajedrez que al tenis no tiene por qué ser tan malo. Los que, invocando “sentido de estado”, piden estabilidad a toda costa no parecen comprender lo que está pasando. Tras los cuarenta años de paz cuartelera del franquismo (eso sí que era estabilidad), y los otros cuarenta de democracia casi pactada que nos ganamos tras la transición, nos merecíamos ser, al fin, un país plenamente democrático y, por eso, más políticamente complejo. Un país en el que, por ejemplo, la opinión pública no sea tan fácil de polarizar, en el que las fuerzas políticas pacten, y en el que las elecciones, en alguna ocasión, se tengan que repetir.
Tengo la impresión, por ejemplo, de que gran parte del electorado se ha vuelto razonablemente inmune a los gritos de los agitadores profesionales (que, a fuer de abusar del espectáculo se han convertido en parte de él, perdiendo credibilidad). Son muchos los ciudadanos – y más que serán – , especialmente jóvenes, que no ven ya el nodo telediario, ni oyen homilías radiofónicas, ni leen un periódico determinado. Las generaciones digitales van a ser mucho más difíciles de manipular y polarizar. No solo reciben más información y por más canales distintos, sino que parecen, por lo general, más y mejor formadas para digerir, con más normalidad, la dosis habitual de demagogia de que se compone toda democracia.
Si cada una de las fuerzas que andan estos días moviéndose, aparentemente a la deriva, sobre el nuevo tablero político, quisieran y pudieran estar a la altura de este nuevo país más formado y que, cada vez más, se informa y decide fuera de los cauces habituales – y habitualmente controlables – , quizás este nuevo año no fuera, aún, tan políticamente imprevisible.
Si el partido todavía en el poder tuviera esa altura de miras que soñamos, admitiría públicamente que no ha ganado las elecciones (pese a ser el más votado), que en una democracia como la nuestra gana quien logra formar gobierno (y quien sabe tejer la política necesaria para ello). Y expondría a su electorado y al resto de la opinión pública sus planes al respecto, tranquilamente, con argumentos, sin recurrir al grito apocalíptico ni a la difamación para conservar el poder.
Y si la izquierda tuviera esa misma altura de miras, antepondría con claridad los objetivos sociales que son su seña de identidad a cualquier otra consideración, empezando por las concesiones a los nacionalistas. Los de la Europa (o el planeta) de los Pueblos dejarían de vender su utopía comunitarista y revolucionaria a la alianza táctica con las burguesías locales y todos, en general, recordarían – por decirlo a lo Lluís Llach – que la estaca hay que derribarla entre todos, y que la justicia, en el fondo, no entiende de fronteras ni de lenguas ni, por tanto, de pueblos.
Y si desde el centro político se tuviera esta sublime visión de estado, en un caso, el del centro derecha, los de Ciudadanos podrían tragarse su antinacionalismo de pacotilla (“yo soy español, español, español”) y empujar, quizás, a una discreta reconciliación entre la derecha liberal y sus primos nacionalistas (no sería nada fácil justificarla, después de la que han armado, pero el pacto entre liberal-nacionalistas tiene precedentes y lógica – bastaría, quizás, una suma de concesiones fiscales y sacar la corrupción de las portadas –). Y desde el lado del centro izquierda, los socialistas podrían dejar de lado sus luchas internas (o acabar de resolverlas de forma valiente y decidida) y hacer a la izquierda una oferta de política social que no pudieran rechazar – en nombre de inclinaciones nacionalistas – sin caer en el más absoluto descrédito. Al fin y al cabo, Podemos, que es una fuerza no nacionalista (y que defiende las consultas electorales con la intención de enterrar al independentismo) es la que ha ganado en Cataluña y casi en el País Vasco. Solo el sector más nacionalista o comunero podría resistirse a todo esto, pero asumiendo a la vez la responsabilidad de frustrar un gobierno de izquierdas.
Tal vez todo esto no sirviera para evitar el adelanto electoral (seguramente no). Pero si que serviría para hacer saber de forma clara a los ciudadanos lo que valen y merecen los unos y los otros. Y para demostrarles, también, a los más temerosos y descreídos, que el juego político, en una democracia real (sea o no bipartidista), es algo serio y útil: algo más relacionado con la inteligencia y el reconocimiento de la complejidad de nuestros intereses que con el mero espectáculo y el maniqueísmo barato.