Oyes a gente muy joven alegrarse porque a otros los metan en la cárcel y sabes que las cosas no van bien. Por lo que dicen y por cómo lo hacen.
Yo sé que es fruto de la edad, posiblemente de su necesidad de asentarse ante el mundo o ante sus amigos, incluso de sus propias frustraciones personales. Yo se que esa sensación lo más probable es que se supere con los años. pero aún así no me gusta. Porque revela una insensibilidad de fondo que anula la visión de los muy diversos matices necesarios para coger el testigo.
Dolerse porque a otros les pasan sucesos desgraciados no es síntoma de debilidad. El ser humano camina siempre, en el ámbito de lo ético, por estrechos senderos que pueden desviarse en cualquiera de las dos direcciones del trayecto. El que crea que no, bien haría en reflexionar sobre sus propios actos. Nos hemos acostumbrado a la intransigencia como virtud cardinal cuando se trata de enjuiciar acciones de los otros, como forma de creer y justificar las propias deserciones (con los amigos, con el proyecto, con la causa, con la historia) personales. Y eso no debiera ser así.
Todos ansiamos ir detrás de la gloria, pero la gloria es mudable y a veces no es tal, así que más inteligente pareciera no hacer juicios prematuros. Por si las moscas. Y me viene a la memoria uno de los capítulos de la serie “The Crown”, en el que el duque de Windsor (antes, Eduardo VIII) intenta, pasados unos años desde su abdicación como rey, un trabajo representativo de Inglaterra y le salen al paso fotografías y un detenido informe histórico sobre su relación con Hitler en los inicios de la época de gobierno de éste. Lo que, dada la posición del país durante y después de la guerra mundial, paraliza totalmente su anhelada rehabilitación.
¿Aprendemos de los errores? A veces, cuando ya no hay remedio, ni posibilidad de ajustar las velas al barco de otra forma. En matemáticas surgen las tesis de acuerdo a unas hipótesis aceptadas como válidas, pero en la vida, cuando a la mitad del camino alguien se encarga de desmontar dicha validez, caen los cuerpos a plomo sobre la tierra. Son los daños colaterales que a nadie parecen importar. Son los sacrificios hechos al dios correspondiente para que el sistema (que a tantos alimenta) siga.
Llega la primavera mientras en todo el territorio nacional se celebra la Semana Santa, la conmemoración cada año de la muerte de un inocente sobre cuya figura se yergue toda una religión de buenos propósitos y mucha fe. Bien harían cuantos se declaran creyentes en normalizar en sus vidas las recomendaciones que la historia proclama y defiende.
Porque nada es posible sin el individuo. Porque no hay dos sin uno, ni tres sin dos, ni cuatro sin tres... y así hasta el infinito. Y que se sepa, una organización se construye con individuos distintos y diversos.
Carmen Heras
