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Opinión-Editorial

Por una coma, me llevé una paliza

2 de Marzo | 10:49
Por una coma, me llevé una paliza
Que si coordinadas copulativas, subordinadas adjetivas, yuxtapuestas, y qué decir de la importantísima regla de la prohibición de la colocación de una coma tras un sustantivo transformándolo en un vocativo… Les suena, ¿no? La letanía sempiterna de los profesores de Lengua castellana y Literatura, la cual muchos (sobre todo la mayoría de los que nos hemos exiliado a la Ciencia  en el camino bifurcado del saber) hemos olvidado, y algunos de este campo de la sapiencia de la vida, en mi caso, Biología, rememoramos para escribir… Un cinco en la gramática, un cinco en el vocabulario, un cinco en general, y contentísimo que íbamos para casa con el boletín de notas y a recibir la recompensa de los padres. Momento este en el que descubríamos la mentira humana, pues esa famosa moto prometida, ese famoso juego, o esa celebérrima salida a una casa rural se esfumaban de repente y saltaban de las memorias paternales… Pues bien, ¿cuál es el propósito de esta epístola que no tiene ánimo de denostar la labor del área de la enseñanza verbal, sino de conmemorarla y de aplaudirla? Pues narrar en mi afán de contador de historias el episodio acaecido en una cafetería tras cuatro horas seguidas de clase.

Salí de mi aula un tanto enrojecido por la tan elevada temperatura con que ambientan las salas, tal y como hacen en los hospitales, y que obligan a los alumnos a asistir a las lecciones con toallas ceñidas al cuerpo disfrutando de la sauna; cansado y ensombrecido por el bajonazo de azúcar típico tras tantas horas de concentración y trabajo. Me acerqué al camarero, uno de mirada de búho, con vista binocular, al tener el ojo izquierdo a la virulé y el otro mirando para Cuenca; y un incisivo rebelde que asomaba cada cuarto de hora y cada treinta minutos se doblaba hacia atrás peleando con su respectiva encía. En cuanto sacó la libretita de anotaciones, yo le pedí: “Un té, negro”. Y no es que le quisiera llamar hombre de color, ni negro, a fin de cuentas, es que hice una pausa incomprensible y coloqué en mi discurso oral una coma incorrecta. El ojo a la virulé se movió lateralmente hasta chocar con el tabique nasal, efectuó una carambola visual, se fue hacia la ceja y al fin, se posicionó como manda el estatuto de la especie humana. El que se asomaba a Cuenca comenzaba a palpitar al ritmo de la taquicardia cardiovascular ante lo que había oído.

Disimulando su exacerbación, volvió a preguntarme, con una voz entre gangosa y ronca: “¿Qué desea tomar?”. Y yo, torpe como me encontraba ante mis condiciones neuronales, le contesté de nuevo: “Por favor, quisiera tomar un té, negro”. Y renacía la pausa dichosa, esa coma que no sé aún por qué se escapaba de mis labios. El camarero, ahíto y sintiéndose humillado, no por el hecho de ser negro, sino por el hecho de recibir contestaciones impropias y sinsentido (ni él ni yo somos racistas ante diferentes colores epiteliales), emuló un bocinazo de gorila, lanzó la libretita, dio un salto sobre la barra, que más se acordó de la furia que del dolor de rodillas de tan podrida maquinaria corporal, y se abalanzó sobre mí. Retrocedí unos pasos acobardado, su mirada consiguió intimidarme: sus ojos se salían literalmente de sus órbitas, y una hilera de moquillo verduzco saltaba de una fosa nasal. Y mientras me insultaba, multitud de gotas de su saliva salpicadas en mi frente descendieron junto a las mías de sudor.

Y ahora me dicen que solo tengo ojos para Podemos y Pablo Iglesias, pero no: el parche morado que cubre parte de mi ceja, de mi mejilla y mi ojo derecho entero es debido al puñetazo de aquel camarero, no a un cambio de ideología ni repentina afiliación “podemita”. La semana que viene se celebrará el juicio sobre la causa léxica, acepto la defensa de cualquier abogado. Yo solo apelo a un error de expresión, y me disculpo francamente, pues solo era mi deseo el de solicitar un té negro y no un té al negro.

Así que, queridos lectores, saquen de sus baúles aquellos amados apuntes de Lengua y repasen lo de las comas, porque sin pedirlo ni pretenderlo, “por una coma me llevé una paliza”.



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