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Opinión-Editorial

"Los Pelópidas": la comicidad de la tragedia

10 de Febrero | 11:36
Uno de los inconvenientes que se puede encontrar una obra presentada en el Festival de Teatro Clásico de Mérida es cómo ajustarla en salas. Y máxime si se trata de una estructura escenográfica inolvidable, plagada de recursos que aportan acompañamiento a la gracia de la palabra, del verso en este caso, y un partenaire de la interpretación gestual y del juego gamberro. Y otro inconveniente es el hecho de representar en verso. ¿Quién se traga hoy en día durante hora y media, o más, una obra de teatro versificada? Creo que un número muy reducido. Sobre todo si venimos recibiendo esas columnas de estrofas… esos sonetos, las cuadernas vías… o simplemente, la rima libre, que no es más que un recurso poético cuando el rapsoda se sienta sobre el papel y no se le ocurre qué estructura emplear en su creación (yo peco de esto, no me escapo). ¿Qué espera la gente de la poesía? Y sobre todo, ¿qué espera actualmente la gente de una comedia que no sea gracia fácil, el chistecito de turno y algún monologuillo suelto, lo más insoportable posible, a lo Dani Rovira o Luis Piedrahita, con un conjunto atroz de refocilarse de lo más simple como hacen en el deleznable “Club de la Comedia”? ¿Y qué se puede esperar de un texto cómico, de humor inteligente, fino, irónico y sardónico, gamberro, juvenil, vandálico, azotador, fustigador, como es el de “Los Pelópidas”? Quede una cosa clara: no todo actor puede hacer que un público disfrute contemplando un espectáculo en verso. El actor, en tal tesitura, ha de imprimir a la recitación no solo de ritmo, que es fundamental, sino de música. Porque sin música no hay poema, y sin poema, la rima carece de ritmo, y sin ritmo, hay sueño. Decía un verdadero genio, chino, si no recuerdo mal, que la clave para saber si el público ha quedado francamente encantado con la obra, no está en lo que digan los críticos (que es para darles de comer aparte), ni lo que digan los periódicos, sino lo que digan los acomodadores de la sala, si los hubiera. Si estos observan cierto ángulo de separación del coxis con el respaldo de la butaca, buena señal. Pero si el varón se repantiga y se rasca la entrepierna, y la señora busca a prisa el abanico, pésima señal. Creo que los que acudimos el pasado sábado 4 de febrero al López de Ayala apenas nos apoyamos en la butaca. Y repito, sé que me repito, pero quiero destacar este hecho: una obra en verso. Un elenco, cada uno a su manera, proporcionaba a la versión de Florián Recio frescura y agilidad (que el texto ya las tenía). Soberbia Paca Velardíez en su papel protagonista.

Tuve ocasión de ver la versión de Florián Recio de “El Cerco de Numancia”, cuando paró en el Festival de Teatro Clásico de Alcántara, y la cualidad más importante es la de fidelidad al texto original.

“Los Pelópidas” presenta un aspecto a destacar, que me hizo reflexionar al salir de la función: ¿cómo es posible que el ser humano tenga tantísima insensibilidad? Que un marido, rey de Tebas, vaya a la guerra (la iniciada por Helena), y a su regreso se encuentre en su trono a otro individuo que está, además, con su esposa, Elektra… gracia, gracia, me parece que tiene poca… Jorge Llopis, autor original de la obra, demostró que risas sí pueden sucederse en el transcurso loco de acontecimientos y en el cachondeo por las desgracias ajenas. Un argumento similar aparece en un texto anterior, “El libro de Buen Amor”, en concreto, el pasaje de Pitas Payas, pintor este de Bretaña, que debido a un encargo por su amplio y famoso bagaje pictórico, debe marchar a Flandes, dejando sola a su mujer, y para comprobar que le es fiel, le pinta en el ombligo un cordero. Ni que decir tiene que a la vuelta se encuentra a la mujer más contenta que nunca y en lugar de cordero, un gran carnero con sus dos cuernos puestos… Nos podremos reír… pero como nos pase a alguno de nosotros… ¿Y qué decir de esa escena en la que Elektra, confundida por el incesto resuelto al final, por los compartidos efluvios fraternales, por el empecatado espíritu de la dinastía mayestática, asesina a sus hijos y se lanza al vacío? Algo trágico y triste. Sin embargo, el chiste negro también se elevaba sobre la lúgubre niebla de la muerte y nos hacía llorar, no por empatía, sino por lo absurdo de la situación. ¡Risorio!

En cada momento de la acción, la estructura rítmica, y la rima, algún que otro ripio y los retruécanos sesudos. Y un inicio que alentaba lo que sucedería por acción de genios de la escena: con la voz de Esteve Ferrer, director de la obra, una descripción del lugar y de sus gentes, que nada tiene que ver con lo que en realidad es. Establece un contraste sarcástico. 

Agradezco también que, para hacer comedia, no se haya recurrido a lo tan manido que es la alusión y el chiste de las partes pudendas, que algunos incapaces e inútiles lo hacen cargante y denso, signo de la falta de magín; y otros, que lo hacen efímero, demuestran decencia en su gran dotada imaginación. Muchos necesitan una tremenda ablución en su proceder neuronal. Para terminar, volviendo al tema del verso, y de la importancia de una buena dirección, haciendo simbiosis con un mejor texto, y por supuesto, optimizado todo con una plausible actuación del elenco de “Suripanta Teatro”, consigamos valorar este tipo de creaciones y no aquellas que por las caras conocidas que figuran, hacen de una obra infumable, un alarde apoteósico. El mismo genio, posiblemente asiático, que antes he citado, afirmaba que la incultura es un preservativo de la palabra, que impide el desarrollo del germen de la sabiduría en la materia gris de la juventud. Luchemos para que los jóvenes encuentren algo decente en un teatro, y no un recital aburrido, unas rimas para la hoguera, y tampoco un humor televisivo paralelo a la serie que podrán ver por la noche… Amén.



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