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Opinión-Editorial

La felicidad como imperativo

6 de Febrero | 12:10
La felicidad como imperativo
Estamos peligrosamente acostumbrados a ver el mundo bajo el prisma de determinados cánones que, en la sociedad occidental, a fuerza de implícitas y veladas imposiciones, nos empujan a observar la vida como si se tratara de un paradisíaco vergel, como si la existencia no guardara un resto de oscuridad (tan necesario para el sano desarrollo de nuestro psiquismo, de nuestra conducta, de nuestras actitudes).

El maquinal y perverso imperativo por alcanzar una plena y total felicidad se ha adueñado de nuestras costumbres y ha impregnado fuertemente el modo en que contemplamos y pensamos el mundo que nos circunda. Esa felicidad, que los antiguos maestros griegos y romanos tuvieron por una aspiración deseable pero en absoluto sencilla de obtener, se ha convertido en nuestros días en la única manera posible de tratar con nuestras emociones, sentimientos y estados de ánimo.

Lejos de situarse como un ahínco, como un esfuerzo, incluso como una lucha o un grave tesón, la forma en que la felicidad se gestiona desde medios de comunicación y libros de autoayuda de diverso –y dudoso– calado ha hecho de nuestro universo psíquico un lugar inhabitable, inhóspito, casi insoportable. De igual manera que la excesiva melancolía y ciertos estados anímicos continuados de desánimo pueden desembocar en una depresión clínicamente constatable, un depravado y desaforado ímpetu por obtener la felicidad en cualquier parte y bajo cualquier circunstancia puede lograr igualmente poner al individuo sobre la cuerda floja. Lo que no quiere decir, desde luego, que no acojamos de buen grado la alegría cuando se presenta, lo que en términos contemporáneos puede traducirse como estado de bienestar anímico. Incluso Arthur Schopenhauer, filósofo de talante marcadamente pesimista, dejó escrito en sus apuntes que “la alegría es la ganancia más segura”.

El adulto occidental ha olvidado –le han hecho olvidar– que el tránsito es parte inherente e inexcusable de la existencia humana, no tan estrechamente atada –como en el caso de otros animales– al esquema estímulo-respuesta. Un tránsito hace referencia a algo más que a un mero espacio que separa dos puntos. El tránsito es más bien un proceso que hay que recorrer para unir dos extremos, y, en definitiva, hace referencia a un sendero, a un –en ocasiones dulce, en ocasiones espinoso– camino por andar que, en nuestros días, nos hacen ver como algo incómodo. En el idioma alemán existe una bella palabra que designa este espacio intersticial, esa fractura tan fundamental como en ocasiones fatalmente obviada: Zwischenraum, literalmente, entre-espacio.

Niños, jóvenes y adultos vivimos rodeados de información saturada por mensajes como “Sé feliz”, “Céntrate en lo positivo”, “Olvida tus temores”, “Avanza en la buena dirección”, etc., que nos hacen perder de vista desde muy pronto aquel concepto del tránsito. Antes de plantearnos qué sea la felicidad deberíamos preguntarnos qué deseamos y por qué, hacia qué tendemos naturalmente, cuál es nuestro proyecto de vida, qué esperamos de nosotros y de los demás, con el objetivo de no andar a ciegas en un mundo en el que, al decir de Heidegger, hemos sido arrojados sin ningún tipo de guía ni definitivo consuelo.

La dictadura de la felicidad hace estragos no sólo en lo anímico, sino también en lo material y en lo social. Por eso ya avisaba Séneca de que “nada nos ocasiona mayores males que hacer caso a los rumores, dar por hecho que las mejores cosas son las admitidas con gran consenso”. Un consenso que se ha generalizado por vía de un pervertido y despiadado uso de la publicidad que nos ahorra ser jueces de nuestro propio destino. Títeres, pues, que prefieren creer antes que juzgar.

En este escabroso terreno se juega nada menos que la posibilidad de nuestra libertad, la capacidad de decidir por nosotros mismos sin acudir a artificiales andaderas que nos alejan del sano uso de nuestra potencia reflexiva. Lejos quedan conceptos como “virtud”, “razón” o “pensamiento crítico”, en otro tiempo asociados precisamente a la obtención de la felicidad. Pareciera que ésta tuviera que darse sin esfuerzo, casi por inercia, en lo que a todas luces se ha convertido en una frenética carrera por mostrar al mundo cuán dichosos somos. Olvidamos con demasiada facilidad e irresponsabilidad que esos momentos sólo pueden ser alcanzados y, más allá, saboreados, disfrutados y merecidos por contraste con el lado menos amable de la vida.

No deseemos vivir más, sino mejor. Y siempre en tránsito.


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