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Opinión-Editorial

¿A quién obedecemos?

19 de Enero | 10:53
¿A quién obedecemos?
Vivimos tiempos turbulentos, social y económicamente, en los que se hace difícil entregar la confianza ciudadana a las instituciones políticas y estatales. Tiempos en los que, por otra parte, un pluriforme populismo (ora de izquierdas, ora de derechas) se ha adueñado de algunas conciencias que, a fuerza de tener que vivir, se han convencido de que no hay más solución a nuestros problemas que la de seguir –ciega y religiosamente– las directrices de nuevas iniciativas políticas. Unas iniciativas que, desde hace algunos meses, han pasado a formar parte del establishment jurídico, político e institucional.

Tiempos que a su vez nos recuerdan, en algunos puntos, a aquellos que viviera José Ortega y Gasset en el primer tercio del siglo XX, cuando denunciaba sin pelos en la lengua que existen partidos que “tienen su clientela en los altos puestos administrativos, gubernativos, seudotécnicos, inundando los Consejos de Administración de todas las grandes Compañías, usufructuando todo lo que en España hay de instrumentos de Estado. Todavía más; esos partidos encuentran en la mejor Prensa los más amplios y más fieles resonadores”. Palabras que sin duda se nos hacen extraña y dolorosamente actuales y aplicables, sin excepción (pese a quien pese), a todos y cada uno de los principales partidos nacionales.

La conciencia del español se encuentra en un inquietante impasse. Por un lado, ha de jugar al juego de la vida, que por cierto nada tiene de juego, y sí mucho de lucha –en ocasiones desesperada–; pero por otro se ve empujada a entregar sus armas reivindicativas (físicas e intelectuales) a propuestas políticas que, cuando no traicionan, acaban por decepcionar. Podríamos decir que la libertad está en venta, que la libertad ha hecho aguas en su intento por perseverar al margen de cualquier tipo de condicionamiento. Que la libertad, en fin, está en peligro de defunción.

Nuestro tiempo es un tiempo esquizofrénico, escindido entre lo malo y lo mejor: el capitalismo más voraz, que por un lado nos da de comer, nos viste y anuncia una posible mejora en el horizonte de nuestra vida, se transforma además en un radicalísimo capitalismo neoliberal que nos obliga a no poder ser jamás sinceros con nosotros mismos, con nuestros conciudadanos, con la sociedad, con el Estado. La libertad se ha perdido a cambio de tener la posibilidad de poder vivir, de sobrevivir: la existencia en Occidente se ha fragmentado en muy plurales frentes y corre el riesgo de llegar a unos peligrosos mínimos. Y esto es así porque no hay manera mental y socialmente sana de habitar este mundo: nos comunicamos con móviles elaborados con material extraído a base de sufrimiento, comemos animales criados en nefastas condiciones, el catedrático incita a su alumno a medrar siempre que el primero no se vea amenazado por el segundo, criticamos la dureza de la policía pero demandamos mayor protección civil, alabamos nuevos movimientos políticos de los que enseguida nos desencantamos, etc.

No es que la libertad muera para siempre, sino que el ahínco por conservarla, practicarla, defenderla y animarla se ha convertido en un gregarismo muy difícil de entender. Un gregarismo político, institucional, que delega el ejercicio de la libertad en el partido de turno, en la asociación de vecinos, en el club de amigos del dominó y, en fin, en cualquier organismo que logre apartar de sí la responsabilidad –del todo individual (y por ello social, ciudadana)– de adueñarnos de ella, de tener no sólo el derecho sino también y ante todo la obligación de portarla y asegurarla. No consiste en sacralizar la libertad, sino en desacralizarla del todo y para siempre, como el mecanismo (¡el único posible!) por el que una sociedad puede darse a sí misma su propia orientación política, jurídica y, en definitiva, vital.

Algo que ya observó hace algunos siglos Étienne de la Boétie en su Discurso de la servidumbre voluntaria, cuando se asombraba del hecho de que una inmensidad de individuos pudiera servir –¡libre, deliberadamente!– a un único tirano que domeña y aplasta a la población. Y apuntaba el francés: “Es el pueblo el que se subyuga, el que se degüella, el que pudiendo elegir entre ser siervo o ser libre, abandona su independencia y se unce al yugo; el que consiente su mal o, más bien, lo busca con denuedo”.

No imaginaba La Boétie que el auténtico tirano estaba por llegar: que no se trataba, o no solamente, de un papa déspota, de un rey avaricioso o de un codicioso patrón. Como ya denunciara Philipp Mainländer en su Filosofía de la redención (1876) con elocuentes palabras, fue el capitalismo el que devino secuestrador definitivo de la libertad: “en lugar del señor, en cualquiera de sus formas, para el que se trabajaba, a fin de cubrir las necesidades vitales, apareció el más frío y terrible de todos los tiranos: el capital”. 

Quizá haya llegado el momento de reconsiderar, individualmente, a quién, cómo y por qué queremos obedecer. La libertad, como apunta La Boétie en el texto aludido, es un impulso natural del ser humano del que no puede prescindir, sea en sociedad, en una celda o contemplando un bello amanecer. No nos dejemos engañar por quien intenta hacer de las instituciones –muchas veces corrompidas, llenas de tantos maleantes y, sobre todo, de tantos intereses encontrados– el único modo de practicar esa libertad, de llevarla a cabo. La libertad se practica a pesar de todo y de todos. Comienza con el pensamiento y termina con y en la acción: una acción convencida de la que no deberíamos prescindir. No elaboremos (ni dejemos que nos elaboren) mentiras que podamos creer apaciblemente. Si nacemos siervos también es cierto que podemos crecer libres, porque –como sentencia La Boétie– “la naturaleza del hombre es ser libre y querer serlo”.


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