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Opinión-Editorial
SIN PROPÓSITO DE ENMIENDA

Biografía perruna

4 de Enero | 12:34
Biografía perruna
Durante estos días, algunos niños recibirán como regalo de sus familiares un perro o un gato. El simple hecho de que pueda considerarse que un ser vivo se puede regalar nos indica ya de partida que algo está mal. Con la novedad todo serán alegrías y risas, se sacará al perrito a la calle para dar paseos y se intentará educarle... Pero los meses avanzan, y según se aproxime el verano, el perro o el gato serán visto como un engorro o un fastidio: ¿dónde dejarlo? ¿cómo vamos a irnos de vacaciones con él? ¡estoy harto de sacarlo siempre yo!... Y entonces, una tarde, esa tarde, el animal terminará en una perrera o abandonado a las afueras de alguna ciudad.

Muchos de los perros que en estos días se están “regalando” terminarán vagando por las calles, buscando a una familia que ya no los quiere; serán arrojados a la intemperie por unos “propietarios” que prefieren obviar que se estaban comprometiendo a mantener y cuidar a un ser vivo.

Atenea fue uno de esos perros abandonados, en su caso en Mérida. Atenea era una perra de caza que terminó, probablemente, por no cumplir las expectativas de su anterior propietario, un desalmado, ya lo apunto yo. Porque abandonar, maltratar o matar a un animal de compañía es propio de bestias.

Atenea se llamaba entonces “Dulcinea” y estaba acogida en un centro de Mérida gestionado por voluntarios. Hace 10 años visité las instalaciones y decidí que viniera conmigo a mi piso. Dulcinea, me dijeron, había estado con varias familias de acogida pero por breve tiempo. Sin pedigrí, sin atributos excepcionales, con un vulgar pelo blanco y marrón, los dientes algo mellados y muy asustadiza, no era la favorita entre quienes recorrían las celdas con el bendito ánimo de rescatar a un perro o un gato abandonado.

Pero por algún motivo a mí me cayó simpática de inmediato. Tan frágil, tan rota, tan distinta.

Subió en el coche de la amiga que me había llevado y desde entonces. 10 años. 10 felices años pese a que sabía a qué me obligaba al acogerla: a pasearla todos los días, con lluvia o con sol. A alimentarla y lavarla. A llevármela conmigo si salía de viaje o dejarla temporalmente con mi familia. Atenea – porque, he de confesar, “Dulcinea” como nombre no me convencía y el nuevo, a los efectos de sus oídos, suena exactamente igual – fue, es y será responsabilidad mía.

Los perros son extraordinarios. Pocos animales con tanta lealtad y cariño a sus familias humanas.

Mi perra – o tal vez yo – nos hemos adaptado perfectamente el uno al otro. Sale tres veces al día a darse un paseo, pero sin exagerar. De hecho, con la edad, ya prefiere andar poquito y dormir mucho. Si le tiras un palo o una pelota se queda sentada mirándote con cara de “¿estás tonto o qué, pa qué arrojas eso”?. Apenas ladra, aunque sí a algunas visitas. A las visitas especialmente molestas. Desconfía de entrada de alguien nuevo, especialmente de los niños; a fin de cuentas, cuando la recogieron, tenía bastantes heridas en el cuerpo. A mi madre la adora.

Los primeros días siempre iba detrás de mí cuando salíamos a la calle, sin quitarme los ojos de encima. Costó unos meses que se soltará y empezará a correr más libremente por los parques, aunque siempre, siempre, mira para atrás para asegurarse que estoy cerca. Esa costumbre nunca la ha perdido.

Cuando quiere comer, o cuando sabe – porque lo sabe – que se acerca la hora, pone sus orejas tiesas y te observa atentamente. Si te retrasas, te lo recuerda con un ladrido. Del mismo modo, también sabe a qué horas se la suele sacar, aunque si algún día tiene una necesidad inaplazable, entonces se sienta frente a la puerta de entrada mirándola sin cesar.

Durante muchos años la oía correr cuando me acercaba a casa tras unas horas fuera y entonces, al abrir, saltaba de alegría, movía frenéticamente el rabo y daba vueltas y vueltas. Hoy, más vieja, a veces ni se entera; pero cuando se da cuenta de que estoy dentro se pone como loca a aullar.

Antes tenía su rincón favorito: en mi despacho, hoy lo tiene en una habitación. Suele estar en el salón de casa, pero sobre las 21h, normalmente, se levanta lentamente y enfila hacia el cuarto. Y de ahí no saldrá hasta las 7, cuando suena el despertador.

Esta es la pequeña historia de Atenea, mi perra “callejera” (es lo que puso el veterinario en la cartilla). No sé cuántos años tiene, pero conmigo – queda dicho - lleva diez.

Nuestro animales de compañía nos reservan miles de alegrías y sorpresas. Pero debemos ser muy conscientes que hay un coste, que no es un juguete, que tenemos obligaciones. Y mejor que “comprar” uno, no lo duden, es adoptarlo.


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