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Hija de la calle

27 de Diciembre | 12:55
Hija de la calle
—Ahí está tu Richard Gere.

—No digas tonterías, es un buen hombre —Italia parecía molesta con su compañera.

Así se hacía llamar ella, o así empezaron a llamarla los clientes por la marca de nacimiento que tenía en la cara interna de los muslos. Ella asumió su apodo con resignación, al fin y al cabo tenía que buscar un pseudónimo. Ninguna prostituta desvela su verdadero nombre.

El hombre se bajó del coche, tenía unos 30 años más que Italia, aunque la vida no la había tratado lo suficientemente bien como para aparentar su verdadera edad. Apenas tenía 19. Y al menos llevaba siete ejerciendo, obligada por un hijo de puta que la arrancó de la salida del colegio porque era la niña más guapa de la ciudad. Podría cobrar un dineral por alquilar su cuerpo, cientos y cientos de veces. Ahora estaba a miles de kilómetros de su tierra, en España. Estuvo cuatro años encerrada en una habitación recibiendo a tipos de todas las calañas. Permaneció allí hasta que se anuló su voluntad por completo y empezó a tener cuerpo de mujer. Yuri, su chulo, el que la secuestró un día de su niñez y su felicidad, le dio la libertad condicional, para seguir dándole dinero. Con 17 ya la podía tener en la calle sin levantar sospechas. Dos años llevaba recorriendo las calles y desplegando su tosca seducción. La única que necesita una joven que levanta las envidias de las demás prostitutas. Actuaba por inercia, casi sin pensar. Había nacido para eso o eso le habían hecho creer. A veces se sentía realizada por llevar a Yuri un gran fajo de billetes, a pesar de que, esa noche, su cuerpo había sido el sumidero de decenas de excreciones de diferentes hombres.

—Hola, guapo —sabía que con aquel hombre no le hacía falta seguir el protocolo habitual, pero lo hacía sin querer. El cliente sólo quería hablar, compañía, como las últimas cuatro veces. Pagaba bien.
—Hola, ¿subimos? —el picadero era una habitación de un piso cercano. Un nido de ratas en el que algunos toxicómanos se colocaban. Respetaban a Yuri, así que sus chicas estaban seguras.

Italia y el hombre entraron en el portal. Los marcos de las puertas estaban arrancados, había basura por todas partes, y el pasamanos de la escalera colgaba de menos puntos de anclaje de los que podían ofrecer seguridad. Yuri salió del ascensor y miro inquisitivo al hombre.

—Hablar más caro —Yuri entornó los ojos, sospechaba—. ¿Qué pasa? ¿Tú nervioso? Hoy vienes a follar, ¿sí?

El hombre tragó saliva y miró a los ojos de Italia, suspiró. Observó lentamente sus iris azules, casi blancos.

—No, sólo hablar.
—Paga antes. Hablar más caro —Yuri extendió la mano y el hombre le pagó. Yuri dejó ver una pistola con la culata dorada que tenía entre la cadera y el pantalón —. Cuidado con lo que haces, yo espero aquí. Media hora.
—Sí, tranquilo, sólo quiero un poco de compañía.

Subieron por el ascensor.

Italia abrió la puerta del piso y ambos esquivaron los cuerpos de algunos drogadictos que yacían en el suelo, extasiados.

—No sé cómo te atreves a venir hasta aquí. Comprendo que el material es de más calidad —Italia se atusó los pechos y sonrió—, pero puede ser peligroso para un hombre como tú.
—Hoy quiero otra cosa —el hombre agarró la muñeca de Italia con suavidad. Italia se sintió incómoda. Había creído encontrar a un hombre decente entre toda esa basura humana. Cerró la puerta de la habitación—, quiero verte las piernas.
—¿Eso? ¿qué es esto, una especie de juego progresivo? Cuatro días de charla y ahora... las piernas —el hombre se sentó en una silla e Italia comenzó a quitarse los pantalones de una forma nada sensual, saltando a la pata coja mientras se descalzaba un pie.
—Hablas muy bien español. No eres de aquí, ¿verdad? —Italia empezó a sentirse cómoda de nuevo. Aquel hombre había pasado varios días con ella contándole su vida. Acerca de una hija que perdió, de cómo su mujer se fue volviendo loca poco a poco; sobre cómo gastó toda su fortuna en psicólogos. Era entrañable, sólo quería un poco de comprensión, pero ahora quería carne y ella se la iba a dar.
—No, no soy de aquí. Pero desde los 12 hasta los 17 años vi mucha televisión de su país.

Italia se quedó sólo con las bragas, delante de el hombre. Le quedaban un poco grandes.

—No es mi país. Llevo siete años aquí buscando algo. Date la vuelta y abre las piernas.

Italia obedeció y se encorvó hacia delante ligeramente. Sabía complacer a sus clientes. El hombre metió la mano entre sus muslos y paró. Se quedó mirando fijamente la marca de nacimiento de Italia, era una bota. Italia giró el cuello, extrañada, y el hombre susurró algo que ella no pudo oír.

—Svetlana.
—Para un momento, deberías hablar con Yuri. No quiero que se enfade.
—Eres tú, Svetlana —el hombre pronunciaba el nombre tocando sus dientes con el labio inferior. Desvelando un claro deje eslavo. Italia no creyó lo que oía. Se dio la vuelta y cogió el pantalón del suelo, apretándolo contra su pecho. Se puso muy nerviosa y comenzó a gritar.
—¿Cómo sabes mi nombre? ¡Dime!

Se empezaron a escuchar unos zapatazos apresurados subiendo la escalera. A cada pocos pasos, un cimbreo metálico hacía pensar en que el pasamanos caería de un momento a otro. El hombre sacó una pistola y Svetlana, Italia, comenzó a gritar desesperadamente. Los pasos ascendían cada vez más rápido hasta que Yuri abrió la puerta de la habitación.

La marca era pequeña cuando ella nació, incluso una vez, el hombre frotó más de la cuenta creyendo que era una mancha. Le cambiaba el pañal con soltura. La marca se fue haciendo más grande; ella y su padre jugaban a encontrarle formas: “Es una salchicha”. Pasaron algunos años: “No, es el mapa de Italia, ¿Ves?” No sabría si la marca tomaría otra forma, porque una tarde, al salir del colegio, alguien le arrebató a su hija para siempre. Gastaría todo su dinero para encontrarla, recorrería el mundo y seguiría cualquier pista que lo llevara hasta su pequeña. Eso hizo.

El hombre disparó y la bala impactó en el pómulo de Yuri. Éste hizo ademán de desenfundar su pistola de matón de película pero cayó al suelo inconsciente. Desangrándose.

—Voy a sacarte de aquí —dijo su padre.





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