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Opinión-Editorial

¿Para cuándo una marea política extremeña?

21 de Junio | 12:50
¿Para cuándo una marea política extremeña?

A veces uno piensa en los datos económicos de nuestra tierra y no acaba de entender bien cómo no han saltado todas las alarmas y no se está produciendo un debate regional grave y profundo para terminar con la situación que se vive en la mitad sur de la península, que es difícilmente comprensible después de varias décadas de democracia. En Extremadura los salarios son de los más bajos de España y la tasa de temporalidad de las más altas. La miseria avanza -casi el 40%, está en riesgo de pobreza o exclusión social, según la Red Europea contra la Pobreza-, con gran incidencia en la población infantil. Las diez regiones con más parados del continente se las reparten entre España y Grecia... y sí, Extremadura está entre ellas, con el puesto número cinco (29’1% de paro). ¡De toda Europa!


Estos datos se vuelven aún más negativos cuando se tiene en cuenta que, de los extremeños que sí trabajan, es decir, si obviamos a ese tercio de la población activa que está en paro, más de un 25% de los restantes son funcionarios. ¿Qué ocurriría si no existiera esa abultada cifra empleo público? La cifra de parados sería aún peor. Seguramente nos pondríamos a la cabeza de Europa. Pero el escándalo no acaba aquí, aún se puede contextualizar más: esta situación laboral tan precaria se produce teniendo en cuenta que, en un caso insólito en el resto de España, Extremadura tiene hoy aproximadamente la misma población que hace un siglo. Aún no hemos logrado recuperarnos de la sangría de extremeños que se dio durante el franquismo, en las décadas de los 50, 60 y 70.

Todo esto en una tierra con una gran riqueza natural y de producción. No solamente somos los primeros exportadores de energía del país -sólo consumimos 4.900 de los más de 17.000 gigawatios hora que producimos al año-, sino también estamos a la cabeza en multitud de productos, como el arroz, tabaco, corcho, tomate, higo, soja, frambuesa, carbón vegetal, cereza… Somos los segundos en producción de olivo y derivados y de maíz… Y así podríamos seguir con una larga lista. La situación de oligopolio de gran parte de nuestro campo y de nuestra pequeña industria -que debería protegerse, impulsarse y multiplicarse desde el ámbito público para que el beneficio de la transformación de productos primarios se quedara en nuestra tierra- hace imposible que Extremadura crezca. Seguimos colonizados, por los siglos de los siglos. Y aún hoy, de forma estructural, los extremeños mejor preparados tienen que emigrar porque su tierra no les da las posibilidades de desarrollarse profesionalmente. Eso es dinero y talento perdido. Mucho.

Faltan medidas proteccionistas y una acción estratégica por parte del Estado que no parece que vaya a producirse. De hecho en las negociaciones sobre el TTIP España no está peleando ninguna denominación de origen extremeña. Parece que importamos bastante poco. Más que buscar un desarrollo racional y colectivo, vamos en otra dirección: nuestros políticos dan palmas con las orejas cuando un jeque árabe, miembro de la familia real de una dictadura, invierte en Extremadura. Hay muchos petrodólares por medio, e incluso podemos convertirnos en primera potencia en carreras de caballos gracias a su alteza. ¿De verdad va por ahí el modelo de desarrollo a largo plazo y sostenible que tendríamos que defender como extremeños? Sustituimos a un terrateniente andaluz por otro árabe. Triste consuelo para nuestra tierra. Es que, claro, podría convertirse en nuestra particular burbuja, nuestro equivalente a pelotazo urbanístico en tierra sin mar, mientras el impulso del tejido productivo y un reparto de la tierra justo y racional siguen sin acometerse.

Nos llaman vagos, pero a principios del siglo XX ocupamos los latifundios y comenzamos a cultivar desde primera hora, hasta que el cañón de los fusiles nos obligó a volver a nuestra posición de silencio y jornal barato. Nos llaman vagos y a mediados del mismo siglo nos arrancamos por cientos de miles de nuestras tierras y pueblos para amontonarnos en barracas en Madrid, Barcelona o Bilbao y trabajar por cuatro duros en jornadas interminables. Nos llaman vagos y hoy, ¿qué hacemos? Los emigrantes lucharon mucho desde fuera por la autonomía, empujaron símbolos como la tricolor extremeña y presionaron para que en Extremadura se crearan las condiciones para el regreso. Pero ahí siguen, ya con canas, quizá planteándose la vuelta, jubilados, para vivir sus últimos años, si son capaces de separarse ahora de sus hijos, que ya son madrileños, catalanes o vascos.

Todo esto va en paralelo con el alejamiento de nuestra identidad cultural. Parece que el objetivo de los extremeños, para salir del subdesarrollo, es parecer lo menos extremeños posible. En nuestras ferias, cada vez más, bailamos sevillanas, como si las jotas y otros bailes tradicionales fueran cosa de catetos, como si los trajes de lunares fueran mucho más valiosos que los que han vestido nuestros abuelos en las fiestas de nuestros pueblos. Como si la dulzaina o la gaita extremeña no fueran compatibles con un Mac o un iPhone. Cuando hablamos en ambientes cultos muchos disimulan su acento -especial mención a “programas serios” de Canal Extremadura, como el telediario, que parecen hechos por gente de Valladolid-, sus palabras, su manera de hablar. Corregimos a la gente de pueblo y sobre todo a los mayores expresiones y términos con siglos de historia. ¿De queé huimos?

Alguno podría preguntar que qué tiene que ver la economía, lo mal pensada que está la extremeña, con el tema cultural e histórico. Yo me pregunto lo contrario, si no estará todo relacionado -el olvido y el desprecio de lo popular con la ausencia de un proyecto de futuro para Extremadura- y si no son todo caras de un mismo dado con el que hoy por hoy no podemos jugar. Si no diagnosticamos nuestra historia y a nosotros mismos, difícilmente podremos recetarnos soluciones. Si no conocemos cómo las desamortizaciones acabaron de arruinar Extremadura nunca podremos imaginar otros futuros posibles. Si no rescatamos a los que lucharon antes que nosotros por lo mismo que deberíamos luchar hoy, luchar nos parecerá imposible. Si no entendemos que, por ejemplo, “asina”, “afechar”, “nacencia” o “jigo” no son palabras a esconder con vergüenza sino a cuidar como lo que son, patrimonio lingüístico, nunca podremos hablarnos a nosotros mismos y a los demás sin complejos.

En tiempos de mareas sociales y confluencias políticas regionales, que se articulan sin problemas a nivel estatal, ¿por qué no, de una vez, una marea extremeña? ¿Esperamos, acaso, a que otros arreglen un problema que ni siquiera logramos identificar?



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