Y le trajo flores…
Nada más verla se enamoró de su dolor, de su tristeza. Sintió la imperante necesidad de acogerla entre los brazos, borrar la pena de sus ojos, curar con éstas acciones la herida por la que su corazón sangraba. El alma se le iba haciendo chiquita, a medida, que ella incrementó sus lágrimas. Las contó una a una y muy despacio, ya que se le antojó en lo profundo del sentimiento que, cada pétalo serviría para secarlas.
− No me sufras reina mía, dueña de mis entrañas. Deja que me beba tu pena, que me coma el sufrimiento que te arrebata la vida.
− Por Dios, no te acerques que me aturdes.
− Solamente, quiero eliminar tus surcos de agua salada.
− Aléjate de mí, por favor te lo pido.
− Me temo, que ya es tarde, ya soy tuyo.
Le tendió las rosas, una por una y muy despacio frotando todas sus lágrimas.
Y le trajo flores…
Nada más verlo presintió lo que se avecinaba. Esos brazos tendidos hacia su cuerpo, eran lo que parecían, dos firmes intenciones de darle consuelo. Un remedio sincero y cargado de buenas intenciones, para borrar la pena de sus ojos hinchados, curar la supuesta herida por la que el corazón le sangraba. El espíritu se le iba haciendo pequeñito, a medida, que fue calculando su jugada. Contó sus pasos uno a uno y muy despacio, ya que se le antojó en lo profundo del sentimiento que, cada pétalo que él traía en su mano, serviría para traerle a la parca.
− Por Dios, no te acerques que me aturdes.
− No me sufras reina mía, dueña de mis entrañas. Deja que me beba tu pena, que me coma el sufrimiento que te arrebata la vida.
− Aléjate de mí, por favor te lo pido.
− Solamente, quiero eliminar tus surcos de agua salada.
− Me temo, que ya es tarde, jamás seré tuya.
Se desvaneció su figura, tras el último aliento con el que pronunció éstas palabras. Cayó muerta en sus brazos, con los pétalos tapándole su cara y sin aire en los pulmones. Él, jamás descubrió que fue a causa de lo que le llevaba, cada día, a su tumba, las flores…