¿Se puede preferir que empeore todo? ¿Cuánto peor, mejor?

Esta pregunta, aparentemente retórica, algunos políticos la piensan y la ponen en práctica, aunque a una persona normal le parezca una insensatez estúpida.

Lo he vivido en una negociación sobre problemas del profesorado. Negociaban nuestros representantes, una vez conseguido el acuerdo, lo rechazaron, alegando que antes de aceptarlo había que sacar a los presos de la cárcel, tema del que no se había hablado ni negociado; pero a algunos de los negociadores no les interesaba que se solucionara el problema, porque así tendrían a los profesores, y subiría su clientela. Les interesaba más el caldo de cultivo, que solucionar el problema.

Para los profesores que esperaban la solución, aquello se convirtió en una estafa, en una manipulación. Un compañero comentaba decepcionado: “A estos revolucionarios de salón, embusteros, lo que les convenía es conseguir varios millones de parados más, y no tenían que  molestarse en hacer su revolución, que ya se la darían hecha”.

Hay que sanear la política, empezando por el lenguaje, porque la corrupción suele empezar por la palabra, cambiando el nombre de las cosas.

Queremos soluciones, y no quedarse jugando con los problemas. No se puede abusar de la buena fe del pueblo que quiere soluciones, ni atar al indigente a la “cuerda” del teórico defensor. Queremos que cada persona sea libre, aunque tenga problemas, y no tener que depender en su libertad de nadie.