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SOPA DE CONCIENCIA

No lo llame igualdad, la igualdad es otra cosa

15 de Marzo | 10:19
No lo llame igualdad, la igualdad es otra cosa
A pesar de dedicarse al año decenas de artículos de investigación a estudios de género e igualdad, muchas personas pertenecientes a formaciones políticas, instituciones académicas y especialmente a medios informativos, siguen proponiendo y llevando a cabo ideas que son desigualitarias. Hasta el momento en que no arraigue en la sociedad el verdadero significado del feminismo y se lleve a cabo sin la hipócrita condescendencia que muchos hombres tienen, no tendrá sentido hablar de paridad. Es bochornosa la constante equivocación, aceptada por muchos, entre igualdad y paridad numérica. Igualdad es el principio que reconoce la equiparación de todos los ciudadanos en derechos y obligaciones, mientras que la paridad numérica, que tantos usan como herramienta política, es una pantomima que iguala en número a hombres y mujeres que ocupan un cargo. Paremos un momento. ¿Qué sentido tiene hablar de igualdad de condiciones si el punto de partida es la distinción?

Urge que recapacitemos sobre este viejo problema. Va a solucionar poco o nada la instalación de “semáforos paritarios” o la aceptación de flexiones femeninas en algunas palabras. El problema, una vez más, debe ser atajado desde la educación y desde la legislación. La clasificación de los niños en estereotipos (juguetes, colores, tareas, permisos, orientación académica y profesional, etc.) y la débil persecución legislativa de las condiciones laborales desiguales entre trabajadores de ambos sexos son dos grandes causas de la desigualdad. El hecho de que el número de mujeres que ocupan altos cargos sea significativamente inferior al de hombres es un problema importante, igual que cobren menos que ellos; pero que no sean exactamente el mismo número es demagogia barata además de artificial si queremos contratar a los mejores (cuando en el ámbito académico las calificaciones hablan por sí mismas, a favor de las mujeres). Debemos procurar que las añejas asociaciones sexistas desaparezcan desde la raíz y para esto es imprescindible que las nuevas generaciones comprendan, y lo aprendan con el ejemplo, que las acciones te hacen mejor o peor, no tu sexo o tu raza.

Desgraciadamente, los constantes inventos de pseudo-igualdad pasan por reivindicar cambios sin hacer inversiones educativas, ejecutivas, judiciales, legislativas, etc. No esperemos que esta situación cambie si seguimos alentando aberraciones  como que la promiscuidad masculina es signo de éxito y la femenina de prostitución; que el trabajo doméstico es de uno y no de los dos (en cualquiera de sus variantes de hetero u homosexual), que las parejas estables las forman los roles dominante y dominado, o que la persona perseguida o agredida debe ser protegida (aislada), en lugar de encerrar a la acosadora o violenta. Es vital que asimilemos que la igualdad nace del respeto y no de la imposición, de la educación y no del miedo, del reparto y no de la conquista. El machismo de los hombres y de algunas mujeres machistas, la revancha histórica de las hembristas y las competiciones entre sexos no son más que trabas al desarrollo libre de las capacidades de las personas. Gregorio Marañón lo dijo de un modo simple: “no son los dos sexos superiores o inferiores el uno al otro. Son, simplemente, distintos”.

Los denominados micro-machismos (formas sutiles de violencia contra la mujer) y la guerra psicológica como estructura silente de erosión emocional (hacia ambos sexos) parecen residuales, pero constituyen la base de la desigualdad y el principal motivo de los conflictos sexistas de convivencia. La complicidad o la inacción frente a la discriminación, la aparente presunción de culpabilidad del varón en muchos casos de denuncias por maltrato, la impunidad del agresor antes de ser reincidente, la descompensada relación de guardia y custodia y la aceptación de la dominación como un modo de amor, son algunos de los problemas nucleares a los que no se les pone solución. Del mismo modo que “te amo” no equivale a “tu amo”, la igualdad entendida como un proceso de homogenización no equivale a equidad. No somos iguales, ni tenemos porqué serlo. La auténtica igualdad no consiste en tener el mismo punto de partida, sino en proporcionar los medios necesarios para alcanzar los mismos objetivos, es un proceso compensatorio.

Por último, quisiera hacer hincapié en una idea del filósofo y político francés Montesquieu: “La democracia debe guardarse de dos excesos: el espíritu de desigualdad, que la conduce a la aristocracia, y el espíritu de igualdad extrema, que la conduce al despotismo”.  El deseo de muchos de convertir a la sociedad en un grupo de personas iguales conduce directamente a la diferenciación y a la desigualdad, despilfarrando en unos casos y escatimando en otros con la intención de medianear. Si en lugar de ganar votos pensaran en cómo mejorar la vida de la gente, a esa gente no les parecerían igualmente inútiles las propuestas de políticos que defienden ser diferentes. Al fin y al cabo, todos podemos hacer juegos de palabras que no sirven para nada.


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